10 cuentos clásicos de navidad vol. I | Page 21

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El viejecito Amando Nervo
Cada vez que esta rueda del año, más erizada de púas que la de Santa Catalina( a juzgar por las penas que nos trae), ha dado una vuelta completa, y que el apacible y triste Valle de México se cubre con el manto cristalino de las primeras heladas, me acuerdo de una relación de Donaciana, mi vieja nodriza, hecha, diciembre por diciembre, en los últimos días del mes, en un rincón de la cocina humosa y cordial. En mi país no hay tradiciones poéticas. El viejo Noel francés, cuya sonrisa bonachona ilumina la selva virgen de una barba en la que han nevado tantos inviernos, jamás ha sido mentado por aquellas comarcas; Santa Clauss, a pesar de la vecinidad yanqui, no ha aparecido tampoco nunca por mis valles, con su cargamento de regalos. La poesía íntima y suave de la chimenea, en que un tronco arde crepitando, es ajena por completo a aquellos modestos hogares. Ningún niño pone, por lo tanto, sus zapatitos, y con ellos su ilusión, a la vera del fuego amable, y ninguno se despierta rodeado de juguetes. Unos cuantos alemanes, expatriados definitivamente, que de luengos años atrás comercian en aquellos rumbos y que han llevado consigo sus prestigiosas tradiciones, velan el 24 de Diciembre, rodeados de sus hijos, alrededor del árbol maravilloso; pero la bella costumbre ni por ésas se aclimata en mi costa. El árbol que da juguetes no prende en mis trópicos: es el árbol del Norte, árbol del frío, árbol de perfumes boreales, árbol de las montañas desconocidas en cuya cima duerme siempre la nieve. Así, pues, lo único que individualizaba en aquella sazón e individualiza aún en mis recuerdos el fin del año eran: las letanías de los Santos, que se rezaban en la parroquia, y a los cuales nos llevaba mi madre de la mano; la escarcha de los collados olorosos..., y el relato de mi nana. Allá como por el 28 de Diciembre, mi nana empezaba a contarnos de un viejecito, muy viejecito, que se estaba muriendo. El 29, el viejecito estaba más viejecito aún; el 30, no pudiendo tenerse en pie, se metía en cama... El 31, el interés del relato subía de punto para nosotros. A las oraciones rodeábamos ya a mi nana, muy abiertos los ojos, nidos de inefables curiosidades, muy atento el oído, en el rincón humoso de la cocina, y mientras la olla cantaba en la hornilla y el gato barcino y enorme « hilaba » cerca del fuego, preguntábamos hasta la saciedad a cada minuto:—¿ Y el viejecito, nana, y el viejecito?— Muy viejecito y muy enfermo— respondía Donaciana misteriosamente—; se está muriendo en una cama llena de escarcha... Pronto vendrá el padre a confesarlo. Ya fueron por él.—¿ Y cómo es el viejecito, nana?—¡ Ah! es tan flaco que parece un manojito de huesos... Tiene los ojos muy azules, pero ya muy empañados.—¿ Como mi abuelita?— Como tu abuelita... Las arrugas aran su rostro y recuerdan los surcos en las

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