por los caminos, queriendo sorprender en la frente de los ocasos el último
pensamiento de la tarde... No he olvidado al viejecito, más rugoso que las labores
trabajadas para la siembra por el arado y en diciembre cubiertas de hielo...
No, no he olvidado al viejecito moribundo; y ahora que torna a meterse en cama,
ahora que le ayudan a bien morir, ahora que puedo asistir a su último suspiro—
¡porque ya no me acuestan temprano!—le pregunto con triste sonrisa: «Dime,
viejecito: ¿qué me traerá tu hijo, el bebé rollizo que va a nacer? » Y el viejecito
me responde: «¡Esperanzas!»
—«¿Y qué me dejará cuando agonice como tú, buen viejecito de los ojos azules?»
Y el viejecito me responde dulcemente:
«Esperanzas... también esperanzas...»
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