ZOUK MAGAZINE (Versión en Español) NÚMERO 3 | Page 7
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C
MIQUEL BONET
omemos mucho en el espacio y
poco en el tiempo. Para ser más
precisos, nuestros espacios gastronómicos son encerados salones de baile y nuestros tiempos
palatales pequeños reductos de la memoria
familiar. Pero hubo un lapso en que el comer
era entendido en el foro público como lo
hacemos hoy en día quizás como en ningún
otro momento en la historia. Sin embargo,
nos vamos a desplazar hasta unos años más
tarde para plantear un misterio del calibre
de las jetas de Bélmez: se ha comentado con
cierta asiduidad la extrañeza por el carácter
reaccionario, decadente y testamentario de
la gran obra gastronómica de Occidente, El
que hem menjat de Josep Pla. Es más, se podría decir que toda la literatura comidista de
posguerra viene marcada por el aire mohoso
y enrarecido del topos del mito—sí, pienso
en Perucho, Luján o Cunqueiro. Pero nadie
nos ha explicado el por qué. ¿Tal era la sensación de pérdida después de la tragedia que
el único refugio tuvo que ser una tradición
pasada por el tamiz mitológico? ¿Si toda reacción tiene en su origen una revolución, es
lícito pensar que ésta se oponía a una vanguardia anterior? Vete a saber, pero se pueden empezar a inferir respuestas a partir de
muestras como Menús de Guerra que este
verano ha ocupado la planta baja del Museu
d’Història de Catalunya en Barcelona. En su
cuerpo central, la exposición abarca lo que
sin duda es más interesante del periodo histórico, la resistencia —resignada conllevancia— de la población civil barcelonesa ante
la escasez de alimentos en la retaguardia del
frente. En los flancos, y desde la dialéctica
entre tradición y vanguardia que subyace,
varias pistas para esbozar una líneas de continuidad de la cultura culinaria catalana.
Primero, de dónde veníamos. Para no tener