Era solo un niño, tenía menos de diez años de edad y me preparaba para
un viaje a Acapulco con mi mamá. Ella se estaba bañando, cuando escuché
un golpe proveniente de la regadera, y los gritos de mi mamá que pedía
ayuda. Menos de dos horas después me encontraba en un laboratorio
médico, con mi viaje frustrado, moviendo mi pie con rapidez mientras
esperaba el resultado de los estudios.
“Tiene un aneurisma cerebral reventado, y debe ingresar de inmediato
a un hospital”, escuché. Y al instante sentí una preocupación que nunca
antes había sentido. Y vi la cara de preocupación que se pintaba en el rostro
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