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a Julio César Félix V Fijó en mí su mirada, desde sus ojos pequeñísimos, detrás de los aros redondos de sus gafas; me dio una palmadita en un hombro, y contestó: “Eres joven, Pingarrón, todavía tienes mucho que ver, y conocer. Cuando lo hayas hecho, hablamos.” Aquella tarde, el Tajo, brillaba, como un mosaico de pedrería bajo un cielo que se difuminaba en el rosa horizonte y el azul pizarra del agua. I S I T A GABRIEL PINGARRÓN Sí; el río brillaba. Pero, la ciudad, lucía opaca, envuelta en el humo y el vapor de los coches y los grandes fumadores, uno de ellos, el mismo Pessoa. Las viejas construcciones del centro de Lisboa, manchadas, erosionadas, enverdecidas por la pátina del tiempo, parecían a punto de caernos encima y llenarnos de polvo. Como ellas. Ese es su encanto: estar a punto de caer…, y no caer. En la tabaquería, apoyados ambos en el mostrador, exclama: “¡Qué puedo saber de lo que seré, yo, que no sé lo que soy!” El encargado de la tabaquería, sonríe. “Pero vale la pena haber nacido con tal de oír pasar el viento”, termina diciendo el maestro. Compra una pipa, y su bolsa de tabaco, y paga unos Luises. Al salir de nuevo a la calle, ve pasar a un conocido por la acera de enfrente. Alza uno de sus cortos brazos, y con la palma de la mano, abierta, lo mueve de un lado a otro para llamar su atención. Al no lograrlo, le grita: “¡Caeiro!” El flaco Caeiro, de gafas, sombrero y gabardina, muy parecido a él, voltea, lo reconoce, y lo saluda con la mano, a la distancia. El poeta, vuelve a gritarle: “¡Adiós, Alberto!” Caeiro continúa su camino, hundiendo su cabeza en el abrigo, como una tortuga en su carapacho. Nosotros cruzamos la calle encharcada, iluminada por los faroles y las luces de neón de aparadores y marquesinas. Y caminamos entre cientos de lisboetas, que pasan, sin vernos, impulsados por la prisa y la ansiedad de llegar a un lugar o a otro: A casa, al trabajo, al cine, a una fiesta, al teatro. ¡Qué sé yo, a cualquier parte, sólo ellos saben! Fijó en mí su mirada, desde sus ojos pequeñísimos, detrás de los aros redondos de sus gafas; me dio una palmadita en un hombro, y contestó: “Eres joven, Pingarrón, todavía tienes mucho que ver, y conocer. Cuando lo hayas hecho, hablamos.” Aquella tarde, el Tajo, brillaba, como un mosaico de pedrería bajo un cielo que se difuminaba en el rosa horizonte y el azul pizarra del agua.