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Marta Aragón R. LA VIRGENCITA DE LOS REMEDIOS Tal vez no lo sepas pero un día Encarnita, m’ija, se paró delante de nosotros con el rostro transfigurado. Mi mujer y yo la miramos sorprendidos. No comprendíamos la extraña luz que salía de sus ojos, y de toda ella; tan chiquita, tan delgadita, tan poquita cosa. Pero eso no fue todo. De su boca salieron palabras más dulces que el canto de un cenzontle o de un gorrioncillo; más dulce que el más cantarín de los pájaros. He visto a Dios y me dijo que ya no soy Encarnita. Un silencio pesado, pesado, se apoderó de nuestras lenguas. Mi vieja le preguntó: ¿ Quién eres, m’ija? Soy la Virgencita de los Remedios, y así han de llamarme desde hoy. Pero m’ija  ̶ mi vieja insistió ̶ , siempre te hemos dicho Encarnita, ¿por qué nos pides que te llamemos de otro modo? Dios así lo ordena, y Él es nuestro Padre, nuestro único Padre. Cuando la escuché no pude menos que indignarme. Mi niña era mía desde que la puse en la barriga de su madre, una noche que la quise más que ninguna otra, y no pude evitar lanzarle, como si fueran dardos, estas palabras: Ha de querer que la pongamos en un nicho, que le prendamos veladoras e incienso; y en un descuido ha de querer hasta una vitrinita de puro cristal pa’ que no le caiga ni una briznita  de polvo. Usted ya no va a querer hacer nada ni ayudar a su madre a tortear las gordas ni a moler el nixtamal ni a traer leña pa’ calentar la casa; y hasta se me afigura que el agua que toque va a quedar bendita. Vale más, vieja, que vayamos aareglando una rinconera pa’ que su hija se esté allí de adorno; muy sentadita para que luego vengan los vecinos a rezarle el rosario, y muchas salves, y a pedirle milagritos, porque no vaya siendo que ahora su hija nos resulte milagrosa. Ándale, vieja, hay que empezar a servir a la virgencita. No, padre, usted no ha entendido nada. No tiene que ponerme un altarcito. Dios me dijo que soy la Virgencita de los Remedios para ayudar a la gente, para darle alivio a los enfermos y aliento a los acongojados, y para que aquí mero enfrente construyamos un templo en su honor. Dios quiere un santuario para dar abrigo a todos los que lo necesitan. Padre   ̶ agregó ̶  , tengo que trabajar mucho y no haré nada si ustedes no me ayudan. Les recuerdo que al Padre le debemos obediencia y humildad. Pero m’ija, qué es lo que quiere que hagamos. Usted, madre, cósame un vestido blanco con un manto celeste, igualito como el que tiene la imagen de la virgencita de Santa María de las Gracias. Hágamelo exactito, madre, y que me llegue hasta los pies. No pude entender cómo se me bajó la corajina y tampoco comprendí la razón por la que obedecí. Había algo imperioso en aquella voz como de ángeles, como de piedrecillas arrastradas por el agua, como de leña ardiendo. Había algo tan imperioso en su voz que luego, luego, me fui a traer peñascos del arroyo pa’irlos juntando pa’ levantar el templo que la Virgencita de los Remedios quería. Ahora que estamos aquí. Tú y yo. Los dos solos bajo el amparo de este cielo sin luna y sin estrellas. En esta noche en la que por fin   estás a mi merced; y no puedes salir juyendode aquí; estás amordazado y preso por estas manos correosas y fuertes, que sólo te han dejado libre los oídos para que puedas escucharme. Nadie impedirá que te cuente la historia de m’ijita, ni el mismito Dios; porque Él me dio las juerzas pa’ agarrarte cuando más desprevenido estabas y que de ésta no te escapes. Desde el día que m’ijita dejó de llamarse Encarnita por órdenes del mismito Padre Eterno, se levantaba al alba y con un canasto salía a juntar yerbas del monte. Las traía húmedas de rocío, frescas y olorosas. Las molía en un metate. Allí bajo la enramada estaba la virgencita, tan pequeña que sus manitas apenas podían con la piedra. Nunca he sabido cómo la gente se enteró de la gracia de mi hija. Primero llegó un hombre con una pierna tumefacta, apenas podía andar por la hinchazón, parecía que iba a reventarle en cualquier momento; el hombre estaba en un grito de dolor. Cuando la Virgencita lo vio, lo acostó enseguida en un camastro, en un rincón de la casa. Sus manitas se perdían en aquella pierna cárdena e inflamada, y con habilidad sorprendente le aplicó emplastos de yerbas y lo vendó; le dio a beber infusiones de plantas que sólo ella conocía. El hombre amaneció como si nunca hubiera tenido nada. Ése fue el principio. La fila de enfermos se volvió interminable. La pobre virgencita apenas tenía tiempo para comer, y se alimentaba como si fuera un pajarillo: una vez al día. El resto de la jornada era para atender a los sufrientes y hacer sus abluciones al alba; porque la virgencita andaba siempre pulcra como una gota de rocío.