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Arqueología y memoria,

herramientas para romper el tiempo

Eduardo Matos Moctezuma

Nació en la Ciudad de México en 1940. Es maestro en Arqueología y Antropología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia y la UNAM respectivamente. Dirigió la Escuela Nacional de Antropología e Historia, donde fundó la maestría en arqueología. Es profesor-investigador emérito del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Además de dirigir el Proyecto Templo Mayor y el Museo, ha sido director del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social y posteriormente, del Museo Nacional de Antropología. Es miembro del Seminario de Cultura Mexicana, de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, de la Sociedad de Antropólogos del Caribe y de la Asociación de Escritores de México.

La arqueología nos permite penetrar en el tiempo para llegar a recuperar la memoria de los hombres que fueron. Bien pudiéramos referirnos a ella como una moderna máquina del tiempo que nos conduce a las sociedades que existieron en el pasado y que han quedado sepultadas con el paso de los siglos. Muchas veces me defino a mí mismo como un simple buscador del tiempo perdido, parafraseando a Proust, pero a veces lo encuentro. Una definición de arqueología nos lleva a considerarla aquella disciplina científica que puede penetrar en el tiempo para estar frente a frente con la obra del hombre, con el hombre mismo. Para lograr esto, la arqueología recurre a otras tantas ciencias que le ayudan a conocer lo que fue: la geología, la química, la biología, la física… Todo ello está dirigido al estudio del pasado y hace de la arqueología misma una disciplina plural, universal, en la que muchos especialistas tienen cabida.

Va más allá: penetra en el tiempo de los hombres y de los dioses. Lo mismo descubre el palacio del poderoso que la casa del humilde; encuentra los utensilios del artesano y las obras creadas por el artista; descubre la microscopía del grano de polen y con él la flora utilizada, y el medioambiente en que se dio; la fauna que le proporcionó alimento y otros satisfactores; la presencia de sociedades complejas o comunales; las prácticas rituales de la vida y de la muerte. En fin. El arqueólogo puede tomar el tiempo en sus manos convertido en un pedazo de cerámica. Y aún así ¡cuántos datos se nos escapan!

Allí está, pues, expresada la memoria del hombre, de las sociedades que han dejado su impronta a través de sus propias obras, todas ellas cargadas de historia que nos dice del devenir de las mismas. Sin memoria histórica no tendríamos antecedentes, seríamos como parias sobre la tierra y no sabríamos de dónde venimos y hacia dónde vamos. Necesitamos conocer nuestros comienzos para cobrar conciencia plena de la manera en que nuestros pasos presentes se remontan a miles de pasos anteriores que fueron formando y delineando nuestro ser actual.

Tiempo y espacio. Estas son las dos categorías fundamentales de la arqueología. En ellas se encierra el devenir del hombre y de las sociedades por él creadas. La primera la entendemos a partir de la cronología que nos ubica en los procesos de desarrollo por los que las sociedades se han ido desenvolviendo, y es así como el arqueólogo establece determinados conceptos que lo ayudan a entender mejor ese proceso: etapas, periodos, fases y otros más son indispensables para fijar la evolución y la revolución en los procesos humanos. Por otro lado, pero íntimamente relacionado con el tiempo, está el espacio, que consideramos el territorio en el que se desenvolvieron los diferentes episodios de las sociedades. Por demás está decir que ambos conceptos nos precisan la acción del hombre sobre la naturaleza y la manera en que esta es aprovechada por medio de una serie de instrumentos fabricados para tal fin. A través de estas presencias el arqueólogo puede reconstruir el pasado y entender mejor los tipos de sociedades frente a las que se encuentra. Todo ello permite adentrarse en la manera de pensar de esos pueblos y saber, aunque sea de forma aproximada, las características de una memoria ancestral.

Un ejemplo puede servirnos para dejar más claro lo anterior. En 1978, un hallazgo fortuito provocado por la labor de un grupo de obreros en pleno corazón de Ciudad de México hizo que se encontrara una enorme escultura azteca. En efecto, el 21 de febrero de 1978, en una esquina entre las calles Argentina y Guatemala del centro de la ciudad, los obreros que trabajaban en el turno de la madrugada de repente dieron con un gran monolito redondo, de 3,25 metros de diámetro. Representaba a Coyolxauhqui, deidad lunar labrada en piedra y que, por lo que nos decían algunas fuentes escritas del siglo xvi, era parte del conjunto del Templo Mayor o edificio principal de la ciudad azteca de Tenochtitlan.

El hallazgo casual hizo que el Instituto Nacional de Antropología e Historia iniciara una investigación multidisciplinaria que contó con el apoyo de arqueólogos, antropólogos, químicos, biólogos, geólogos, historiadores y restauradores, quienes se dieron a la tarea de emprender el Proyecto Templo Mayor para conocer el edificio que simbolizaba el centro del universo para los aztecas. Después de cuarenta años, se han recuperado no solo los restos arquitectónicos de muchos edificios del recinto ceremonial de la ciudad azteca, sino una rica y variada información proveniente de buena cantidad de ofrendas depositadas en honor a los dioses que presidían el Templo Mayor y edificios aledaños. Después de cuatro décadas, se han rescatado miles de objetos que han permitido comprender lo que significó aquel edificio y los simbolismos que él mismo encierra. Los trabajos a mi cargo, realizados con un buen equipo de colaboradores, nos llevaron a penetrar en las entrañas del pensamiento de este pueblo. Esos miles de objetos y los contextos en el que se hallaban, más una rica información procedente de las fuentes escritas por varios cronistas, han permitido, hasta el momento, desentrañar los arcanos del pasado azteca, o por lo menos tener una idea más acabada del pensamiento y la manera en que se rendía culto a dioses que, como el de la lluvia y el de la guerra, presidían la parte alta del monumento y revelaban la importancia que tenían tanto la agricultura como la guerra: factores necesarios para el sostenimiento de la sociedad azteca.

Para el mexicano de hoy es importante remontarse en el tiempo para llegar a conocer su propio pasado. La arqueología ayuda en esta búsqueda y la memoria histórica cobra todo el sentido en ese intento por entender lo que fuimos, lo que somos y lo que proyectamos a futuro. La memoria histórica es parte sustancial de nosotros mismos.

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