Dicen que el Tepozteco es zona de avistamiento de ovnis. Dicen eso. En el Tepozteco la montaña se abre entre zarzales y árboles y piedras; asciendes entre cuarzos transparentes y vibras que no has conocido nunca. Y espero que no conozcas.
Aunque no habría que inquietarse demasiado, esos asuntos son como los de las meigas: Todo el mundo sabe que las meigas no existen, y por ende, los extraterrestres tampoco.
Viajo mucho. Más bien vivo en los trenes, esas casas sencillas y ambulantes –ya saben, del planeta Tierra–. Por mi parte, cuando no treneo, camino.
Así, salí de la algarabía y llegué al silencio.
La gente de esta tierra es morena, hermoso color de tierra, madre-matrix-origen-esencia. Ojos negros casi lorquianos. Gesto dulce: “Mi casa es tu casa, amigo”.
Soy viajero, ya lo he dicho. Xenólogo de profesión. Esa ha sido mi excusa para ver muchos mundos –pues muchos son los que hay en el Universo–, y pienso que visitar los que me faltan cubriría mil vidas de tiempo infinito. ¿Cuánto es el infinito por mil? Como lo ignoro me dedico a lo mío. Lo mío es: “Que los Gestionadores de Helio I, mi mundo, me dicen: “Herio, te corresponde una nueva misión en un planeta lejano, ¿aceptas? Y yo respondo inmediatamente “por supuesto”. Y me embarco con el entusiasmo de mi experiencia y mi asombro ante la expectativa.
¡Cuántos mundos he conocido! Los estudio, envío los informes. Hago las señales correspondientes y así nos introducimos entre ellos. En ocasiones tomamos a algunos humanos un rato, para estudiarlos más de cerca; ellos callan, sus gobiernos lo saben y no dicen nada por aquello de no armar alboroto. Niegan a nuestras naves si llegan a avistarlas, o sea que en general podemos trabajar tranquilamente.
Así he llegado a la Tierra, azul y hermosa. Me gusta bastante aunque he visto mejores hogares. Lugares hechos de sombras y silencios y luces dignas de la creación.
Aquí estoy en este lugar extraño: un chico estudioso llegado de las estrellas.
Tengo cierta habilidad en la organización de los rudimentos necesarios para formar parte de una cultura. Así que ya estoy incluido en el grupo de trabajo de campo que investiga la zona de Hidalgo. Mis compañeros de expedición me aceptan bien, quizás me encuentran un poco claro de piel, también les extrañan mis ojos amarillos. En fin, así salió esta vez; no he podido rediseñarme más parecido a ellos. Pero como trabajo y comparto, tengo buena prensa. Y un día, al salir el sol, llegó el momento de partir hacia un destino dispuesto y esperado.
Dormimos en el pueblo serrano bajo el techo de una anciana, techo de lámina; hamacas y suelo, calor de hogar. Nos levantamos al amanecer, fuimos al molino por el ixtamal, encendimos el fuego y preparamos las tortillas, cortamos los nopales y los limpiamos de espinas y de lo que fuera necesario, levantamos con cuidado las pencas del maguey; bajo las hojas enormes: cazuelita mágica, y dentro, naciendo el pulque
Así que bebimos pulque a la salud de la anfitriona que, envuelta en su rebozo, las trenzas blancas hasta la cintura, nos advertía: fíjense no más, eso es puritito fuego.
Bebimos el fuego. Fuerte, puro, vida, muerte. Fuerza para el viaje. Vámonos cuates. La vieja nos regaló tortilla para el camino: Vayan por la sombrita.
Recorrimos muchos lugares. Comí pozole, un caldo extraño y sabroso, hecho con cerdo –por cierto, animal con semejanzas fisiológicas con los terrestres–; comí tacos al pastor y tortilla de maíz y guacamole –ya saben, aguacate con cebollita y algunas cosillas–, nos detuvimos en los ranchitos y donde hubo fiesta nos obsequiaron el itacate y seguimos caminando hacia el sur y hacia lo nuestro. Fuimos juntos entre las trochas y los senderos, recorrimos la selva del sur. Estudiamos las grandes piedras de su pasado y sus culturas antiguas, vimos el río claro desde la avioneta al aterrizar de un brinco –porque de un brinco fue, entiéndase como se pueda–, en la selva Lacandona.
Fue entonces cuando comprendí por qué había llegado allí: porque, de alguna forma, era necesario que conociera aquello. Vi los colores de los guerreros de Bonampak, los murciélagos dormidos de Yaxchilán, las grandes pirámides en la umbría.
Regresamos hacia el Centro del país, con nuestros apuntes, con nuestro bagaje. Cada uno con el suyo, que a veces, pesa.
Llegamos al Tepozteco, lugar hecho de cuarzo y extrañas –para ellos– vibras, terraza de avistamiento de aterrizaje alienígena, fantasía para los terrestres, motivo de leve inquietud para mí: lo mismo van y nos descubren. Pero resulta que a los del grupo les gusta ir de vez en cuando, así que les acompaño.
A estas alturas yo ya sabía mucho de ellos, de ellas, de sus cuerpos y de sus almas, de sus fantasías y amores, de sus sueños infinitos (¿cuánto es infinito por mil?) En realidad, tendría que avisar a los míos, abducir un poquito, experimentar otro poco ¡músculo por aquí, neurona por allá!... híjole, mano, no me apetecía. Los tipos anotados como Terrer-X-13azul-3.14 en mi archivo de Helio, me caían muy, pero que muy bien, y, la verdad, que quedan igual después del experimento: pues no. Nunca se recuperan.
Lo puedo hacer impunemente, y continuar disfrutando su compañía; sé que no pasará nada, los gobiernos lo negarán como siempre lo han hecho: “Qué no hay extraterrestres, caray”, “Que es puritita imaginación”.
Pero no puedo. ¡Quién sabe por qué, güey! Así que decido que aquí no se abduce nada; me voy a negar, a lo macho. Luego he pasado mi informe “Seres no aptos para la abducción. Extrema fragilidad con efecto de choque y contagio hacia nuestro pueblo”. Con eso se quedan tranquilos. Me han dado un tiempo anexo de cien años. No creo que cambie mi informe ni en un tiempo infinito por mil.
Ahora me voy traslomita, que me esperan mis cuates.
Hoy desde el Tepozteco nos toca mirar el cielo.
9
Colaboración
Narrativa