Vida Médica Volumen 71 N°2 - 2019 | Page 71

VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES de Anguleme, donde permanecimos durante 6 meses en lo que sería mi segunda vida. Nos instalaron en unos galpones a las afueras del pueblo, don- de dormíamos en el suelo sobre unos improvisados colcho- nes de paja, pero al menos nos sentíamos protegidos de las inclemencias del invierno europeo y no pasábamos hambre. Paradójicamente éste resultó ser uno de los períodos más fe- lices de mi vida. Fue como un renacimiento. En España había sido un niño. Estábamos custodiados, aunque nadie pensara en huir, por un piquete de guardias senegaleses, enormes, de aspecto terrible: “Negros senegaleses, negros como el carbón, con los ojos ama- rillos, la madre que los parió”, cantábamos a sus espaldas, has- ta que después de los primeros días ya les perdimos el miedo. El campo estaba cercado por unas alambradas con alambre de púas que se veían infranqueables. Los niños mayores pronto encontramos como esquivarlas, cavando unos huecos en la tie- rra, por debajo de los alambres. Nos sentíamos muy valientes y originales, pero con el pasar del tiempo, aunque seguíamos saliendo por los sitios prohibidos, ya no temíamos regresar de nuestros paseos, pasando por la puerta principal, delante de los gendarmes, que hacían la vista gorda. Yo salía todos los días del campo de concentración a recorrer el pueblo y sus alrededores y rápidamente aprendí a hablar francés y me hice de muchos amigos de todas las edades. Los campesinos franceses se mostraron muy generosos y nos ha- cían regalos, sobre todo de comida. Así que volvía con huevos, panes, almendras, quesos, que mi madre preparaba en una gran estufa que había cerca de nuestras camas. A mi herma- no Rafael le daba asco la comida del campo de concentración que venía en una olla común, así que a él le reservábamos la mayor parte de las provisiones. Yo tenía 11 años, cumplí 12 en el campo, pero me sentía todo un proveedor y adquirí parte de la confianza que me faltaba en Barcelona y que tanto me ha servido después. De repente, de la nada, llega una carta de mi padre que dice que hemos sido acogidos como refugiados españoles por Chile. No había oído hablar de ese país. Fui donde mi amigo campesino que tenía sus años y me llevó a una habitación lle- na de cachivaches, donde había un viejo mapa escolar y me dijo: “Le Chili…le Chili… voilá le Chili”. Y ahí apareció un país largo como un cordón, donde transcurriría la tercera parte de mi vida. Sucedió que mi padre logró salir de su campo de concentración { 71 y pidió integrarse a un grupo de refugiados españoles que el Presidente Pedro Aguirre había encomendado a Pablo Neruda escoger y enviar a Chile. Así fue como un día cualquiera, a través de la ventanilla de un tren que nos llevaba a Burdeos, vi la figura inconfundible de mi padre que nos esperaba paseán- dose impacientemente por el andén de esta ciudad francesa. En el puerto nos esperaba, majestuoso, el vapor Winnipeg, que decían había sido el barco más grande del mundo. La realidad era un navío de carga donde solo cabían unos 300 pasajeros, pero tuvo que acomodar a cerca de 3.000. Pablo Neruda lo ha- bía alquilado para rescatar a esos refugiados de una España derrotada donde él había sido embajador y a la que tanto que- ría. En sus memorias cuenta que ésta fue una de sus mejores empresas. El viaje en el Winnipeg duró alrededor de un mes y daría para otra historia. La llegada de noche, el 2 de Septiembre de 1939, al puerto de la esperanza, Valparaíso, del que solo se veían unas lucecitas suspendidas en los cerros, está grabada inde- leble en mi alma. El día siguiente recibimos numerosas mani- festaciones amistosas, tanto en el puerto como en Santiago, a donde llegamos en tren ese mismo día. El arribo a la estación Mapocho fue especialmente emocionante, incluyendo unos inesperados aplausos. Tanto la llegada a Valparaíso como pos- teriormente, el enfrentamiento con la gloriosa primavera san- tiaguina, fueron un auténtico shock cultural. Chile apareció ante mis ojos de niño como una verdadera copia feliz del Edén; había trabajo, oportunidades y una especie de optimismo en el aire, una sensación de libertad que no había conocido antes. Llegamos a Chile con lo puesto. Mi padre empezó a trabajar como obrero, pero pronto se independizó. Para él no había ho- rarios, fines de semana, días de fiesta ni vacaciones. Mi madre puso una pensión, donde desarrolló sus condiciones de exce- lente cocinera durante los primeros años. Mi hermano y yo la ayudábamos haciendo las camas de los escasos huéspedes. Eran los tiempos del frente Popular y nos sentíamos muy bien recibidos, aunque no faltaron algunos periódicos que preve- nían a la población contra todas las pestes que presumible- mente traíamos. Estudié en el Liceo Valentín Letelier todas mis humanidades, gracias al esfuerzo de mis padres y la gratuidad de los cole- gios de esa época. La enseñanza era excelente, muy superior a la que tuvieron mis hijos en un famoso liceo muchos años más tarde. También gratuita fue la educación que recibí de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, donde obtuve