Vida Médica Volumen 70 N°3 - 2018 | Page 79

VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES cuerpo de otro niño. Esta pústula produce en el brazo don- de se inocula, el mismo efecto que la levadura en el trozo de una masa: fermenta y extiende por toda la sangre las cualida- des que posee. Los granos de los niños que sufren esa viruela artificial sirven para provocar la enfermedad en otros. Este proceso se renueva constantemente en Circasia; cuando no hay viruela en el país hay tanta preocupación como en otros lugares la habría por un mal año. […] Los circasianos comprobaron que una persona entre mil era atacada dos veces por la viruela, que las personas podían ser atacadas tres o cuatro veces por una pequeña viruela, pero una sola vez por una que sea decididamente peligrosa. En una palabra, que se trataba de una enfermedad que atacaba solo una vez en la vida. Descubrieron también que cuando la virue- la es benigna y la piel del paciente fina y delicada, la erupción no deja marcas en el rostro. De estas observaciones naturales, concluyeron que si una criatura de seis meses o un año tenía una viruela benigna, no moría, no le quedaban marcas en el rostro y no correría el riesgo de contraer la enfermedad en el resto de los días. Por tanto, para preservar la vida y la belleza de los niños había que provocar la enfermedad en edad muy temprana; eso fue lo que hicieron, inoculando en el cuerpo de las criaturas una pústula extraída del cuerpo de una persona atacada por la vi- ruela claramente declarada, pero benigna. La experiencia fue un éxito. Los turcos, gente cuerda, adoptaron en seguida esta costumbre, y hoy no hay ningún bajá en Constantinopla que no le provoque la viruela a sus hijos en la más tierna infancia. Según algunos, los circasianos adoptaron esta costumbre de los árabes (…) Lo que yo puedo decir sobre el asunto es que en los principios del reinado de Jorge I, la señora Wortley-Montagu, una de las damas más espirituales de Inglaterra, cuando estu- vo con su marido en la Embajada de Constantinopla, no tuvo el menor inconveniente en hacer inocular a su hijo, nacido en ese país, la viruela. Aunque su capellán trató de convencerla de lo contrario, diciéndole que el experimento no era cristiano y solo podía dar resultado con infieles, el niño de la señora Wortley no sufrió ninguna molestia. Cuando regresó a Londres, comunicó a la princesa de Gales, actualmente reina, su experiencia. Hay que confesar que la princesa, dejando aparte sus títulos y coronas, ha nacido para proteger a todas las artes y para hacer el bien a los hombres; es como un amable filósofo coronado; nunca ha perdido ocasión de aprender y de mostrar su generosidad. Cuando oyó decir que una hija de Milton vivía todavía y se { 79 encontraba en la mayor miseria, le envió inmediatamente un importante regalo. Es ella quien ha protegido al pobre padre Coutayer y quien hizo de intermediaria entre el Dr. Clarke y Leibnitz. Nada más oír hablar de la inoculación de la viruela, ordenó que se hiciera una prueba con cuatro condenados a muerte, a los cuales salvó la vida doblemente, por un lado librándoles del cadalso y por otro, gracias a la viruela artificial, salvándoles del peligro de contraer alguna vez la verdadera. La princesa, asegurada del éxito de la prueba, hizo inocular a sus hijos. Toda Inglaterra siguió su ejemplo y desde entonces, por lo menos diez mil niños deben la vida y otras tantas niñas la belleza, a la reina y a la señora Wortley-Montagu. En el mundo, sesenta personas sobre cien contraen la viruela; de esas sesenta, diez mueren en lo mejor de la vida y otras diez quedan terriblemente marcadas. Por tanto, una quinta parte de los seres humanos mueren o quedan marcados por esta enfermedad. De los que han sido inoculados, tanto en Turquía como en Inglaterra, ninguno muere, a menos que sea enfermizo o esté condenado a muerte. Si la inoculación se hace debidamente, nadie queda con marcas ni nadie es ata- cado por segunda vez por la enfermedad. Si alguna embaja- dora francesa hubiera traído de Constantinopla ese secreto a París, hubiera hecho un gran servicio a la nación; el duque de Villequier, padre del actual duque de Aumomt, el hombre con más salud y con mejor constitución de Francia, no hubiera muerto en la flor de la edad; el príncipe de Soubise, que tenía una espléndida salud, no hubiera fallecido a los veinticinco años; Monseñor, el abuelo de Luis XV, no hubiera sido ente- rrado a los cincuenta. Veinte mil personas muertas en París en una epidemia de 1723 vivirían aún. ¿Y entonces? ¿Es acaso que los france- ses no aman la vida? En verdad, somos una gente extraña. Probablemente dentro de diez años, si curas y médicos no se oponen a ello, adoptaremos las costumbres inglesas; o bien, dentro de tres meses se empezará a inocular por capricho, cuando los ingleses hayan dejado de hacerlo por inconstancia. He sabido que desde hace cien años, los chinos practican esta costumbre; es gran prejuicio el ejemplo dado por una nación que pasa por ser la más sensata y la dotada con mejor policía del mundo. Ciertamente, los chinos proceden de una manera distinta; no se hacen una incisión sino que se inoculan la vi- ruela por la nariz, como si fuera tabaco en polvo. Es un modo más agradable, pero igual a fin de cuentas, y de la misma ma- nera demuestra que si la inoculación se hubiera practicado en Francia, se habrían salvado millones de vidas.