VIDAMÉDICA / MÉDICOS MAYORES
cuerpo de otro niño. Esta pústula produce en el brazo don-
de se inocula, el mismo efecto que la levadura en el trozo de
una masa: fermenta y extiende por toda la sangre las cualida-
des que posee. Los granos de los niños que sufren esa viruela
artificial sirven para provocar la enfermedad en otros. Este
proceso se renueva constantemente en Circasia; cuando no
hay viruela en el país hay tanta preocupación como en otros
lugares la habría por un mal año.
[…]
Los circasianos comprobaron que una persona entre mil era
atacada dos veces por la viruela, que las personas podían ser
atacadas tres o cuatro veces por una pequeña viruela, pero
una sola vez por una que sea decididamente peligrosa. En una
palabra, que se trataba de una enfermedad que atacaba solo
una vez en la vida. Descubrieron también que cuando la virue-
la es benigna y la piel del paciente fina y delicada, la erupción
no deja marcas en el rostro. De estas observaciones naturales,
concluyeron que si una criatura de seis meses o un año tenía
una viruela benigna, no moría, no le quedaban marcas en el
rostro y no correría el riesgo de contraer la enfermedad en el
resto de los días.
Por tanto, para preservar la vida y la belleza de los niños había
que provocar la enfermedad en edad muy temprana; eso fue
lo que hicieron, inoculando en el cuerpo de las criaturas una
pústula extraída del cuerpo de una persona atacada por la vi-
ruela claramente declarada, pero benigna. La experiencia fue
un éxito. Los turcos, gente cuerda, adoptaron en seguida esta
costumbre, y hoy no hay ningún bajá en Constantinopla que
no le provoque la viruela a sus hijos en la más tierna infancia.
Según algunos, los circasianos adoptaron esta costumbre de los
árabes (…) Lo que yo puedo decir sobre el asunto es que en los
principios del reinado de Jorge I, la señora Wortley-Montagu,
una de las damas más espirituales de Inglaterra, cuando estu-
vo con su marido en la Embajada de Constantinopla, no tuvo
el menor inconveniente en hacer inocular a su hijo, nacido en
ese país, la viruela. Aunque su capellán trató de convencerla
de lo contrario, diciéndole que el experimento no era cristiano
y solo podía dar resultado con infieles, el niño de la señora
Wortley no sufrió ninguna molestia.
Cuando regresó a Londres, comunicó a la princesa de Gales,
actualmente reina, su experiencia. Hay que confesar que la
princesa, dejando aparte sus títulos y coronas, ha nacido
para proteger a todas las artes y para hacer el bien a los
hombres; es como un amable filósofo coronado; nunca ha
perdido ocasión de aprender y de mostrar su generosidad.
Cuando oyó decir que una hija de Milton vivía todavía y se
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encontraba en la mayor miseria, le envió inmediatamente
un importante regalo. Es ella quien ha protegido al pobre
padre Coutayer y quien hizo de intermediaria entre el Dr.
Clarke y Leibnitz. Nada más oír hablar de la inoculación
de la viruela, ordenó que se hiciera una prueba con cuatro
condenados a muerte, a los cuales salvó la vida doblemente,
por un lado librándoles del cadalso y por otro, gracias a la
viruela artificial, salvándoles del peligro de contraer alguna
vez la verdadera.
La princesa, asegurada del éxito de la prueba, hizo inocular a
sus hijos. Toda Inglaterra siguió su ejemplo y desde entonces,
por lo menos diez mil niños deben la vida y otras tantas niñas
la belleza, a la reina y a la señora Wortley-Montagu.
En el mundo, sesenta personas sobre cien contraen la viruela;
de esas sesenta, diez mueren en lo mejor de la vida y otras
diez quedan terriblemente marcadas. Por tanto, una quinta
parte de los seres humanos mueren o quedan marcados por
esta enfermedad. De los que han sido inoculados, tanto en
Turquía como en Inglaterra, ninguno muere, a menos que sea
enfermizo o esté condenado a muerte. Si la inoculación se
hace debidamente, nadie queda con marcas ni nadie es ata-
cado por segunda vez por la enfermedad. Si alguna embaja-
dora francesa hubiera traído de Constantinopla ese secreto a
París, hubiera hecho un gran servicio a la nación; el duque de
Villequier, padre del actual duque de Aumomt, el hombre con
más salud y con mejor constitución de Francia, no hubiera
muerto en la flor de la edad; el príncipe de Soubise, que tenía
una espléndida salud, no hubiera fallecido a los veinticinco
años; Monseñor, el abuelo de Luis XV, no hubiera sido ente-
rrado a los cincuenta.
Veinte mil personas muertas en París en una epidemia de
1723 vivirían aún. ¿Y entonces? ¿Es acaso que los france-
ses no aman la vida? En verdad, somos una gente extraña.
Probablemente dentro de diez años, si curas y médicos no se
oponen a ello, adoptaremos las costumbres inglesas; o bien,
dentro de tres meses se empezará a inocular por capricho,
cuando los ingleses hayan dejado de hacerlo por inconstancia.
He sabido que desde hace cien años, los chinos practican esta
costumbre; es gran prejuicio el ejemplo dado por una nación
que pasa por ser la más sensata y la dotada con mejor policía
del mundo. Ciertamente, los chinos proceden de una manera
distinta; no se hacen una incisión sino que se inoculan la vi-
ruela por la nariz, como si fuera tabaco en polvo. Es un modo
más agradable, pero igual a fin de cuentas, y de la misma ma-
nera demuestra que si la inoculación se hubiera practicado en
Francia, se habrían salvado millones de vidas.