VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Página 98
92
reparación. La gente va por las calles de prisa, con expresión aturdida, los ojos fijos y
generalmente vestida con andrajos. Pasamos por una o dos puertas y salimos unas tres
millas al campo, donde vi muchos obreros trabajando con herramientas de varias clases, sin
poder conjeturar yo a qué se dedicaban, pues no descubrí el menor rastro de grano ni de
hierba, por más que la tierra parecía excelente. No pude por menos de sorprenderme ante
estas extrañas apariencias de la ciudad y del campo, y me tomé la libertad de pedir a mi
guía que se sirviese explicarme qué significaban tantas cabezas, manos y semblantes
ocupados, lo mismo en los campos que en la ciudad, pues yo no alcanzaba a descubrir los
buenos efectos que producían; antes al contrario, yo no había visto nunca suelo tan
desdichadamente cultivado, casas tan mal hechas y ruinosas ni gente cuyo porte y traje
expresaran tanta miseria y necesidad.
El señor Munodi era persona de alto rango, que había sido varios años gobernador de
Lagado; pero por maquinaciones de ministros fue destituido como incapaz. Sin embargo, el
rey le trataba con gran cariño, teniéndole por hombre de buena intención, aunque de
entendimiento menos que escaso. Cuando hube hecho esta franca censura del país y de sus
habitantes no me dio otra respuesta sino que yo no llevaba entre ellos el tiempo suficiente
para formar un juicio, y que las diferentes naciones del mundo tienen costumbres diferentes
con otros tópicos en el mismo sentido. Pero cuando volvimos a su palacio me preguntó qué
tal me parecía el edificio, qué absurdos apreciaba y qué tenía que decir de la vestidura y el
aspecto de su servidumbre. Podía hacerlo con toda seguridad, ya que todo cuanto le rodeaba
era magnífico, correcto y agradable. Respondí que la prudencia, la calidad y la fortuna de
Su Excelencia le habían eximido de aquellos defectos que la insensatez y la indigencia
habían causado en los demás. Díjome que si quería ir con él a su casa de campo, situada a
veinte millas de distancia, y donde estaba su hacienda, habría más lugar para esta clase de
conversación. Contesté a Su Excelencia que estaba por entero a sus órdenes, y, en
consecuencia, partimos a la mañana siguiente.
Durante el viaje me hizo observar los diversos métodos empleados por los labradores en
el cultivo de sus tierras, lo que para mí resultaba completamente inexplicable, porque,
exceptuando poquísimos sitios, no podía distinguir una espiga de grano ni una brizna de
hierba. Pero a las tres horas de viaje, la escena cambió totalmente; entramos en una
hermosísima campiña: casas de labranza poco distanciadas entre sí y lindamente
construidas; sembrados, praderas y viñedos con sus cercas en torno. No recuerdo haber
visto más delicioso paraje. Su Excelencia advirtió que mi semblante se había despejado.
Díjome, con un suspiro, que allí empezaba su hacienda y todo seguiría lo mismo hasta que
llegáramos a su casa, y que sus conciudadanos le ridiculizaban y despreciaban por no llevar
mejor sus negocios y por dar al reino tan mal ejemplo; ejemplo que, sin embargo, sólo era
seguido por muy pocos, viejos, porfiados y débiles como él.
Llegamos, por fin, a la casa, que era, a la verdad, de muy noble estructura y edificada
según las mejores reglas de la arquitectura antigua. Los jardines, fuentes, paseos, avenidas
y arboledas estaban dispuestos con mucho conocimiento y gusto. Alabé debidamente
cuanto vi, de lo que Su Excelencia no hizo el menor caso, hasta que después de cenar, y
cuando no había con nosotros tercera persona, me dijo con expresión melancólica que temía
tener que derribar sus casas de la ciudad y del campo para reedificarlas según la moda
actual, y destruir todas sus plantaciones para hacer otras en la forma que el uso moderno
98