VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 97
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en las dos ciencias que tanto apreciaban y en que yo no soy del todo lego; pero a la vez
estaban de tal modo abstraídos y sumidos en sus especulaciones, que nunca me encontré
con tan desagradable compañía. Yo sólo hablé con mujeres, comerciantes, mosqueadores y
pajes de corte durante los dos meses de mi residencia allí; lo que sirvió para que se acabara
de despreciarme. Pero aquéllas eran las únicas gentes que me daban razonables respuestas.
Estudiando empeñadamente, había llegado a adquirir buen grado de conocimiento del
idioma; mas estaba aburrido de verme confinado en una isla donde tan poco favor
encontraba y resuelto a abandonarla en la primera oportunidad.
Había en la corte un gran señor, estrechamente emparentado con el rey y sólo por esta
causa tratado con respeto. Se le reconocía, universalmente como el señor más ignorante y
estúpido entre los hombres. Había prestado a la Corona servicios eminentes y tenía grandes
dotes naturales y adquiridos, realzados por la integridad y el honor, pero tan mal oído para
la música, que sus detractores contaban que muchas veces se le había visto llevar el compás
a contratiempo; y tampoco sus preceptores pudieron, sin extrema dificultad, enseñarle a
demostrar las más sencillas proposiciones de las matemáticas. Este caballero se dignaba
darme numerosas pruebas de su favor: me hizo en varias ocasiones el honor de su visita y
me pidió que le informase de los asuntos de Europa, las leyes y costumbres, maneras y
estudios de los varios países por que yo había viajado. Me escuchaba con gran atención y
hacía muy atinadas observaciones a todo lo que yo decía. Por su rango tenía dos
mosqueadores a su servicio, pero nunca los empleó sino en la corte y en las visitas de
ceremonia, y siempre los mandaba retirarse cuando estábamos los dos solos.
Supliqué a esta ilustre persona que intercediese en mi favor con Su Majestad para que
me permitiese partir; lo que cumplió, según se dignó decirme, con gran disgusto; pues, en
verdad, me había hecho varios ofrecimientos muy ventajosos, que yo, sin embargo,
rechacé, con expresiones de la más alta gratitud.
El 16 de febrero me despedí de Su Majestad y de la corte. El rey me hizo un regalo por
valor de unas doscientas libras inglesas, y mi protector su pariente, otro tanto, con más una
carta de recomendación para un amigo suyo de Lagado, la metrópoli. La isla estaba a la
sazón suspendida sobre una montaña situada a unas dos millas de la ciudad, y me bajaron
desde la galería inferior igual que me habían subido.
El continente, en la parte que está sujeta al monarca de la Isla Volante, se designa con el
nombre genérico de Balnibarbi, y la metrópoli, como antes dije, se llama Lagado.
Experimenté una pequeña satisfacción al encontrarme en tierra firme. Marché a la ciudad
sin cuidado ninguno, pues me encontraba vestido como uno de los naturales y suficiente
instruido para conversar con ellos. Pronto encontré la casa de aquella persona a quien iba
recomendado; presenté la carta de mi amigo el grande de la isla y fui recibido con gran
amabilidad. Este gran señor, cuyo nombre era Munodi, me hizo disponer una habitación en
su casa misma, donde permanecí durante mi estancia y fui tratado de la más hospitalaria
manera.
A la mañana siguiente de mi llegada me sacó en su coche a ver la ciudad, que viene a ser
la mitad que Londres, pero de casas muy extrañamente construidas y, las más, faltas de
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