VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 82
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Le supliqué que tuviese paciencia para oírme referir mi historia, lo que hice
puntualmente, desde mi última salida de Inglaterra hasta el momento en que me encontró.
Y como la verdad siempre se abre camino en entendimientos racionales, este honrado y
digno caballero, que tenía sus puntas de instruido y un criterio excelente quedó en seguida
convencido de mi franqueza y veracidad. Pero para confirmar mejor cuanto le había dicho
le rogué que diese orden de que llevaran mi escritorio, cuya llave tenía yo en el bolsillo -
pues ya me había contado en qué modo habían los marinos usado de mi gabinete-. Lo abrí
en su presencia y le mostré la pequeña colección de curiosidades que yo había reunido en el
país de donde tan extrañamente me había libertado. Estaba el peine que yo había hecho con
cañones de la barba de Su Majestad, y otro del mismo material, pero sujeto a una c ortadura
de uña del pulgar de Su Majestad la reina, que me servía como batidor. Había una colección
de agujas y alfileres de un pie a media yarda de longitud; cuatro aguijones de avispas como
tachuelas de carpintero; algunos cabellos de los que se le desprendían a la reina cuando la
peinaban; un anillo de oro que ella me regaló un día de la manera más delicada,
quitándoselo del dedo pequeño y pasándomelo por la cabeza a modo de collar. Rogué al
capitán que aceptase este anillo en correspondencia a sus amabilidades; pero rehusó en
absoluto. Le mostré un callo que había cortado con mis propias manos del pie de una dama
de honor; venía a tener el tamaño de una manzana de Kent y estaba tan duro que a mi
vuelta a Inglaterra lo hice ahuecar en forma de copa y lo monté en plata. Por último, le
invité a que mirase los calzones que llevaba puestos, y que estaban hechos con la piel de un
ratón.
No consintió en quedarse más que con un diente de un lacayo, que advertí que
examinaba con gran curiosidad y comprendí que tenía capricho por él. Lo recibió con
abundancia de palabras de agradecimiento, muchas más de las que tal chuchería pudiese
merecer. Se lo había sacado un cirujano ignorante a uno de los servidores de Glumdalclitch
que padecía dolor de muelas, pero estaba tan sano como cualquiera otro de su boca. Lo hice
limpiar y lo guardé en mi escritorio. Tenía como un pie de largo y cuatro pulgadas de
diámetro.
Quedó el capitán muy satisfecho de la sencilla relación que le hice, y me dijo que
confiaba en que a mi regreso a Inglaterra haría al mundo la merced de escribirla y
publicarla. Mi respuesta fue que, a mi juicio, teníamos ya demasiados libros de viaje, y
apenas sucedía nada en la época que no fuese extraordinario, de donde sospechaba yo que
algunos autores consultaban más que a la verdad, a su vanidad, a su interés o a la diversión
de los lectores ignorantes. Y añadí que en mi historia casi no habría otra cosa que
acontecimientos vulgares, sin aquellas ornamentales descripciones de extraños árboles,
plantas, pájaros y otros animales, o de las costumbres bárbaras y la idolatría de pueblos
salvajes, en que abundan la mayor parte de los escritores. No obstante, le di las gracias por
la buena opinión en que me tenía y le ofrecí pensar el asunto.
Una cosa dijo que le había llamado mucho la atención, y era oírme hablar tan alto, y me
preguntó si el rey o la reina de aquel país eran duros de oídos. Le contesté que me había
acostumbrado a ello por más de dos años, y que yo me admiraba no menos de su voz y la
de sus hombres, que me parecía solamente un murmullo, aunque la oía bastante bien.
Cuando yo hablaba en aquel país lo hacía en el tono que lo haría un hombre que desde la
calle hablase con otro a lo alto de un campanario, a menos que me tuviesen colocado sobre
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