VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 65

59 no merece la pena de recordar, para disculparme de haberme estropeado el vestido. También me rompí la espinilla derecha contra la concha de un caracol con que tropecé un día que paseaba solo, pensando en la pobre Inglaterra. No sé qué era más grande, si mi complacencia o mi mortificación al observar en aquellos paseos solitarios que los pájaros más pequeños no mostraban miedo ninguno de mí; antes bien, brincaban a mi alrededor a una yarda de distancia, buscando gusanos y otras cosas que comer, con la misma indiferencia y seguridad que si no hubiera ser ninguno junto a ellos. Recuerdo que un tordo se tomó la libertad de arrebatarme de la mano con el pico un trozo de bollo que Glumdalclitch acababa de darme para desayuno. Cuando intentaba coger alguno de estos pájaros, se me revolvían fieramente, tirándome picotazos a los dedos, que yo cuidaba de no poner a su alcance, y luego, con toda despreocupación, seguían saltando a caza de gusanos y caracoles, como antes. Un día, sin embargo, cogí un buen garrote y se lo tiré con toda mi fuerza y tan certeramente a un pardillo, que lo tumbé del golpe, y,cogiéndole por el cuello con las dos manos, corrí a mi niñera llevándolo en triunfo. Pero el pájaro que sólo había quedado aturdido, se recobró y me dio tantos golpes con las alas a ambos lados de la cabeza y del cuerpo, que, aun cuando lo mantenía apartado con los brazos extendidos y estaba fuera del alcance de sus garras, veinte veces estuve por dejarle escapar. Mas pronto vino en mi auxilio uno de nuestros criados, que retorció al pájaro el pescuezo, y al día siguiente me lo dieron para almorzar por orden de la reina. Este pardillo, por lo que recuerdo, venía a ser algo mayor que un cisne de Inglaterra. Un día, un joven caballero, sobrino del aya de mi niñera, vino e invitó a las dos insistentemente a que fuesen a ver una ejecución: la de un hombre que había asesinado precisamente a uno de los amigos íntimos de aquel caballero. A Glumdalclitch la convencieron para que fuese de la partida, muy contra su inclinación, porque era naturalmente compasiva; y por lo que a mí toca, aunque aborrezco esta naturaleza de espectáculos, me tentaba la curiosidad de ver una cosa que suponía que debía de ser extraordinaria. El malhechor fue sujeto a una silla en un cadalso levantado al efecto y le cortaron la cabeza de un tajo con una espada de cuarenta pies de largo aproximadamente. Las venas y arterias arrojaron tan prodigiosa cantidad de sangre y a tal altura, que el gran jeu d'eau de Versalles no se le igualaba mientras duró; y la cabeza, al caer, dio contra el piso del cadalso un golpazo tan grande, que me hizo estremecer, aunque estaba yo, por lo menos, a media milla inglesa de distancia. La reina, que solía oírme hablar de mis viajes marítimos y no dejaba ocasión de divertirme cuando me veía melancólico, me preguntó si sabía manejar una vela o un remo y si no me sería conveniente para la salud un poco de ejercicio de boga. Le respondí que ambas cosas se me entendían muy bien, pues aunque mi verdadera profesión había sido la de médico o doctor del barco, muchas veces, en casos de apuro, me había visto obligado a trabajar como un marinero más. Pero no veía yo cómo podría hacer esto en su país, donde el más pequeño esquife era igual que uno de nuestros buques de guerra de primera categoría, y en cuyos ríos no podría resistir un bote tal como yo lo necesitaba para manejarlo. Su Majestad dijo que si yo ideaba un bote, su propio carpintero lo haría y ella buscaría un sitio donde yo pudiese navegar. El hombre era obrero hábil, y, siguiendo mis instrucciones, en diez días acabó un bote de recreo con todo su aparejo muy suficiente para ocho europeos. Cuando estuvo acabado le gustó tanto a la reina, que lo llevó corriendo en 65