VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 65
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no merece la pena de recordar, para disculparme de haberme estropeado el vestido.
También me rompí la espinilla derecha contra la concha de un caracol con que tropecé un
día que paseaba solo, pensando en la pobre Inglaterra.
No sé qué era más grande, si mi complacencia o mi mortificación al observar en
aquellos paseos solitarios que los pájaros más pequeños no mostraban miedo ninguno de
mí; antes bien, brincaban a mi alrededor a una yarda de distancia, buscando gusanos y otras
cosas que comer, con la misma indiferencia y seguridad que si no hubiera ser ninguno junto
a ellos. Recuerdo que un tordo se tomó la libertad de arrebatarme de la mano con el pico un
trozo de bollo que Glumdalclitch acababa de darme para desayuno. Cuando intentaba coger
alguno de estos pájaros, se me revolvían fieramente, tirándome picotazos a los dedos, que
yo cuidaba de no poner a su alcance, y luego, con toda despreocupación, seguían saltando a
caza de gusanos y caracoles, como antes. Un día, sin embargo, cogí un buen garrote y se lo
tiré con toda mi fuerza y tan certeramente a un pardillo, que lo tumbé del golpe,
y,cogiéndole por el cuello con las dos manos, corrí a mi niñera llevándolo en triunfo. Pero
el pájaro que sólo había quedado aturdido, se recobró y me dio tantos golpes con las alas a
ambos lados de la cabeza y del cuerpo, que, aun cuando lo mantenía apartado con los
brazos extendidos y estaba fuera del alcance de sus garras, veinte veces estuve por dejarle
escapar. Mas pronto vino en mi auxilio uno de nuestros criados, que retorció al pájaro el
pescuezo, y al día siguiente me lo dieron para almorzar por orden de la reina. Este pardillo,
por lo que recuerdo, venía a ser algo mayor que un cisne de Inglaterra.
Un día, un joven caballero, sobrino del aya de mi niñera, vino e invitó a las dos
insistentemente a que fuesen a ver una ejecución: la de un hombre que había asesinado
precisamente a uno de los amigos íntimos de aquel caballero. A Glumdalclitch la
convencieron para que fuese de la partida, muy contra su inclinación, porque era
naturalmente compasiva; y por lo que a mí toca, aunque aborrezco esta naturaleza de
espectáculos, me tentaba la curiosidad de ver una cosa que suponía que debía de ser
extraordinaria. El malhechor fue sujeto a una silla en un cadalso levantado al efecto y le
cortaron la cabeza de un tajo con una espada de cuarenta pies de largo aproximadamente.
Las venas y arterias arrojaron tan prodigiosa cantidad de sangre y a tal altura, que el gran
jeu d'eau de Versalles no se le igualaba mientras duró; y la cabeza, al caer, dio contra el
piso del cadalso un golpazo tan grande, que me hizo estremecer, aunque estaba yo, por lo
menos, a media milla inglesa de distancia.
La reina, que solía oírme hablar de mis viajes marítimos y no dejaba ocasión de
divertirme cuando me veía melancólico, me preguntó si sabía manejar una vela o un remo y
si no me sería conveniente para la salud un poco de ejercicio de boga. Le respondí que
ambas cosas se me entendían muy bien, pues aunque mi verdadera profesión había sido la
de médico o doctor del barco, muchas veces, en casos de apuro, me había visto obligado a
trabajar como un marinero más. Pero no veía yo cómo podría hacer esto en su país, donde
el más pequeño esquife era igual que uno de nuestros buques de guerra de primera
categoría, y en cuyos ríos no podría resistir un bote tal como yo lo necesitaba para
manejarlo. Su Majestad dijo que si yo ideaba un bote, su propio carpintero lo haría y ella
buscaría un sitio donde yo pudiese navegar. El hombre era obrero hábil, y, siguiendo mis
instrucciones, en diez días acabó un bote de recreo con todo su aparejo muy suficiente para
ocho europeos. Cuando estuvo acabado le gustó tanto a la reina, que lo llevó corriendo en
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