VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 58
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por la noche, después de lo cual cerraba el tejado sobre mí. Un excelente artífice, famoso
por sus caprichosas miniaturas, tomó a su cargo el hacerme dos sillas, cuyos respaldos y
palos eran de una materia parecida al marfil, y dos mesas, con un escritorio para meter mis
cosas. La habitación fue acolchada por todos sus lados, así como por el suelo y el techo, a
fin de evitar cualquier accidente causado por el descuido de quienes me transportasen y de
amortiguar la violencia de los vaivenes cuando fuese en coche. Pedí una cerradura para mi
puerta, a fin de impedir que entrasen las ratas y los ratones; el herrero, después de muchos
ensayos, hizo la más pequeña que nunca se había visto allí, pues yo mismo he encontrado
una más grande en la puerta de la casa de un caballero en inglaterra. Me di trazas para
guardarme la llave en uno de los bolsillos, por miedo de que Glumdalclitch la perdiese.
Asimismo encargó la reina que se me hiciese ropa de las sedas más finas que pudieran
encontrarse, que no eran mucho más finas que una manta inglesa y que me incomodaron
mucho hasta que me acostumbré a llevarlas. Me vistieron a la usanza del reino, en parte
semejante a la persa, en parte a la china, y que es un vestido muy serio y decente.
La reina se aficionó tanto a mi compañía, que no se hacían a comer sin mí. Me pusieron
una mesa sobre aquella misma en que comía Su Majestad y junto a su codo izquierdo, y una
silla para sentarme. Glumdalclitch se subía de pie en una banqueta puesta en el suelo para
servirme y cuidar de mí. Yo tenía un juego compl eto de platos y fuentes de plata y otros
útiles, que en proporción a los de la reina no eran mucho mayores que los que suelen verse
del mismo género en cualquier tienda de juguetes de Londres para las casas de muñecas.
Todos los guardaba en su bolsillo mi pequena niñera dentro de una caja de plata, y ella me
los daba en las comidas conforme los necesitaba, siempre limpiándolos ella misma. Nadie
comía con la reina más que las dos princesas reales: la mayor, de dieciséis años, y la menor,
de trece y un mes entonces. Su Majestad solía poner en uno de mis platos un poquito de
comida, del cual yo cortaba y me servía, y era su diversión verme comer en miniatura.
Porque la reina -que por cierto tenía un estómago muy débil- tomaba de un bocado tanto
como una docena de labradores ingleses pudiera comer en una asentada, lo que para mi fue
durante algún tiempo un espectáculo repugnante. Trituraba entre sus dientes el ala de una
calandria, con huesos y todo, aunque era nueve veces mayor que la de un pavo crecido, y se
metía en la boca un trozo de pan tan grande como dos hogazas de doce peniques. Bebía en
una copa de oro sobre sesenta galones de un trago. Sus cuchillos eran dos veces tan largos
como una guadaña puesta derecha, con su mango. Cucharas, tenedores y demás
instrumentos guardaban la misma proporción. Recuerdo que cuando Glumdalclitch, por
curiosidad, me llevó a ver una de las mesas de la corte, donde se levantaban a la vez diez o
doce de aquellos enormes tenedores y cuchillos, pensé no haber asistido en mi vida a un
espectáculo tan terrible.
Es costumbre que todos los viernes -que, como ya he advertido, son sus sábados-, la
reina y el rey, con su real descendencia de ambos sexos, coman juntos en la estancia de Su
Majestad el rey, de quien yo era ya gran favorito; y en estas ocasiones mi sillita y mi mesita
eran colocadas a su izquierda, delante de uno de los saleros. Este príncipe gustaba de
conversar conmigo preguntándome acerca de las costumbres, la religión, las leyes, el
gobierno y la cultura de Europa, de lo que yo le daba noticia lo mejor que podía. Su
percepción era tan clara y su discernimiento tan exacto, que hacía muy sabias reflexiones y
observaciones sobre todo lo que yo decía; pero no debo ocultar que cuando me hube
excedido un poco hablando de mi amado país, de nuestro comercio, de nuestras guerras por
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