VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 43
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cocineros. Tomé conmigo seis vacas y dos toros vivos, con otras tantas ovejas y moruecos,
proyectando llevarlos a mi país y propagar la casta. Y para alimentarlos a bordo cogí un
buen haz de heno y un saco de grano. De buena gana me hubiese llevado una docena de los
pobladores pero ésta fue cosa que el emperador no quiso en ningún modo permitir; y
además de un diligente registro que en mis bolsillos se practicó, Su Majestad me hizo
prometer por mi honor que no me llevaría a ninguno de sus súbditos, a menos que mediase
su propio consentimiento y deseo.
Preparado así todo lo mejor que pude, me di a la vela el 24 de septiembre de 1701, a las
seis de la mañana; y cuando había andado unas cuatro leguas en dirección Norte, con viento
del Sudeste, a las seis de la tarde divisé una pequeña isla, como a obra de media legua al
Noroeste. Avancé y eché el ancla en la costa de sotavento de la isla, que parecía estar
inhabitada. Tomé algún alimento y me dispuse a descansar. Dormí bien y, según calculé,
seis horas por lo menos, pues el día empezó a clarear a las dos horas de haberme
despertado. Hacía una noche clara. Tomé mi desayuno antes de que saliera el sol, y levando
ancla, con viento favorable, tomé el mismo rumbo que había llevado el día anterior, en lo
que me guié por mi brújula de bolsillo. Era mi intención arribar, a ser posible, a una de las
islas que yo tenía razones para creer que había al Nordeste de la tierra de Van Dieme. En
todo aquel día no descubrí nada; pero el siguiente, sobre las tres de la tarde, cuando, según
mis cálculos, había hecho veinticuatro leguas desde Blefuscu, divisé una vela que navegaba
hacia el Sudeste; mi rumbo era Levante. La saludé a la voz, sin obtener respuesta; aprecié,
no obstante, que le ganaba distancia, porque amainaba el viento. Tendí las velas cuanto
pude, y a la media hora, habiéndome divisado, enarboló su enseña y disparé un
cañonazo.No es fácil de expresar la alegría que experimenté ante la inesperada esperanza de
volver a ver a mi amado país y a las prendas queridas que en él había dejado. Amainó el
navío sus velas, y yo le alcancé entre cinco y seis de la tarde del 26 de septiembre; el
corazón me saltaba en el pecho viendo su bandera inglesa. Me metí las vacas y los carneros
en los bolsillos de la casaca y salté a bordo con todo mi pequeño cargamento de
provisiones. El navío era un barco mercante inglés que volvía del Japón por los mares del
Norte y del Sur, y su capitán, Mr. John Biddel, de Deptford, hombre muy amable y
marinero excelente. Nos hallábamos a la sazón a la latitud de 30 grados Sur; había unos
cincuenta hombres en el barco y allí encontré a un antiguo camarada mío, un tal Peter
Williams, que me recomendó muy bien al capitán. Este caballero me trató con toda cortesía