VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 29
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A las tres semanas de mi hazaña llegó una solemne embajada de Blefuscu con humildes
ofrecimientos de paz, y ésta quedó prontamente concertada, en condiciones muy ventajosas
para nuestro emperador, y de las cuales hago gracia a los lectores. Los embajadores eran
seis, con una comitiva de unas quinientas personas, y su entrada fue de toda magnificencia,
como correspondía a la grandeza de su señor y a la importancia de su negocio. Cuando
estuvo concluido el tratado, durante cuya negociación yo les auxilié con mis buenos oficios,
valiéndome del crédito que entonces tenía, o al menos parecía tener, en la corte, Sus
Excelencias, a quienes en secreto habían informado de cuanto había procurado en favor
suyo, me invitaron a visitar aquel reino en nombre del emperador, su señor, y me pidieron
que les diese alguna muestra de mi fuerza colosal, de la que habían oído tantas maravillas,
en lo cual les complací. Pero no quiero molestar al lector con estos detalles.
Cuando hube entretenido algún tiempo a Sus Excelencias, con infinita satisfacción y
sorpresa por su parte, les pedí que me hiciesen el honor de presentar mis más humildes
respetos al emperador, su señor, la fama de cuyas virtudes tenía tan justamente lleno de
admiración al mundo entero, y a cuya real persona tenía resuelto ofrecer mis servicios antes
de regresar a mi país. De consiguiente, la próxima vez que tuve el honor de ver a nuestro
emperador pedí su real licencia para hacer una visita al monarca blefuscudiano, licencia que
se dignó concederme, según pude claramente advertir, de muy fría manera. Pero no pude
adivinar la razón, hasta que cierta persona vino a contarme misteriosamente que Flimnap y
Bolgolam habían presentado mi trato con aquellos embajadores como una prueba de
desafecto, culpa de la que puedo asegurar que mi corazón era por completo inocente. Y ésta
fue la primera ocasión en que empecé a concebir idea, aunque imperfecta, de lo que son
cortes y ministros.
Es de notar que estos embajadores me hablaron por medio de un intérprete, pues los
idiomas de ambos imperios se diferencian entre sí tanto como dos cualesquiera de Europa,
y cada nación se enorgullece de la antigüedad, belleza y energía de su propia lengua y
siente un manifiesto desprecio por la de su vecino. No obstante, nuestro emperador,
valiéndose de la ventaja que le daba la toma de la flota, les obligó a presentar sus
credenciales y pronunciar su discurso en lengua liliputiense. Debe, sin embargo,
reconocerse que a consecuencia de las amplias relaciones de ambos reinos en el campo del
comercio y los negocios; del continuo recibimiento de desterrados, que entre ellos es
mutuo, y de la costumbre que hay en cada imperio de enviar al otro a los jóvenes de la
nobleza y de las más acaudaladas familias principales para que se afinen viendo mundo y
estudiando hombres y costumbres, hay pocas personas de distinción, así como comerciantes
y hombres de mar que viven en las regiones marítimas, que no sepan sostener una
conversación en ambas lenguas. Así pude apreciarlo algunas semanas después, cuando fuí a
ofrecer mis respetos al emperador de Blefuscu; visita que, en medio de las grandes
desdichas que me acarreó la maldad de mis enemigos, resultó para mí muy feliz aventura,
como referiré en el oportuno lugar.
Recordará el lector que cuando firmé los artículos en virtud de los cuales recobré la
libertad, había algunos que me disgustaban por demasiado serviles, y a los cuales sólo me
podía obligar a someterme una necesidad extrema. Pero siendo ya como era un nardac del
más alto rango del imperio, tales oficios se consideraron por bajo de mi dignidad, y el
emperador -dicho sea en justicia- nunca jamás me los mencionó.
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