VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 28
22
cables a que estaban atados los ganchos, y con gran facilidad me llevé tras de mí cincuenta
de los mayores buques de guerra del enemigo.
Los blefuscudianos, que no tenían la menor sospecha de lo que yo me proponía,
quedaron al principio confundidos de asombro. Me habían visto cortar los cables y
pensaban que mi designio era solamente dejar los barcos a merced de las olas o que se
embistiesen unos contra otros; pero cuando vieron toda la flota echar a andar en orden y a
mí tirando delante, lanzaron tal grito de dolor y desesperación, que casi es imposible de
explicar ni de concebir. Ya fuera de peligro, me detuve un rato para sacarme las flechas que
se me habían hincado en las manos y en la cara y me untó ungüento del que me habían
dado al principio de mi llegada, según he referido anteriormente. Luego me quité los lentes,
y aguardando alrededor de una hora a que la marea estuviese algo más baja, vadeé el centro
con mi carga y llegué salvo al puerto real de Liliput.
El emperador y toda su corte estaban en la playa esperando el éxito de esta gran
aventura. Veían avanzar los barcos formando una extensa media luna; pero no podían
distinguirme a mí, que estaba metido hasta el pecho en el agua. Ya llegaba yo a la mitad del
canal y su zozobra no menguaba, porque las aguas me cubrían hasta el cuello. Pensaba el
emperador que yo me había ahogado y que la flota del enemigo se aproximaba en actitud
hostil; pero en breve se desvanecieron sus temores, porque, disminuyendo la poca
profundidad del canal a cada paso que daba yo, pronto estuve a distancia para hacerme oír;
y alzando el cabo del cable con que estaba atada la flota, grité en voz muy alta: «¡Viva el
muy poderoso emperador de Liliput!» Este gran príncipe me recibió al llegar a tierra con
todos los encomios posibles y me hizo allí mismo nardac, que es el más alto título
honorífico entre ellos.
Su Majestad quería que yo aprovechase alguna otra ocasión para traer a sus puertos el
resto de los barcos de su enemigo. Y tan desmedida es la ambición de los príncipes, que
parecía pensar nada menos que en reducir todo el imperio de Blefuscu a una provincia
gobernada por un virrey, en aniquilar a los anchoextremistas desterrados y en obligar a
estas gentes a cascar los huevos por el extremo estrecho, con lo cual quedaría él único
monarca del mundo entero. Pero yo me encargué de disuadirle de su propósito por medio
de numerosos argumentos sacados de los pr