VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 18
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le entendimos mal, ya que se expresaba muy imperfectamente- que rara vez hacía nada sin
consultarlo. Le llamaba su oráculo, y dijo que señalaba cuándo era tiempo para todas las
acciones de su vida. De la faltriquera izquierda sacó una red que casi bastaría a un
pescador, pero dispuesta para abrirse y cerrarse como una bolsa, y de que se servía
justamente para este uso. Dentro encontramos varios pesados trozos de metal amarillo, que,
si son efectivamente de oro, deben tener incalculable valor.
»Una vez que así hubimos, obedeciendo las órdenes de Vuestra Majestad, registrado
diligentemente todos sus bolsillos, observamos alrededor de su cintura una pretina hecha de
la piel de algún gigantesco animal, de la cual pretina, por el lado izquierdo, colgaba una
espada del largo de cinco hombres, y por el derecho, un talego o bolsa, dividido en dos
cavidades, capaz cada una de ellas para tres súbditos de Vuestra Majestad. En una de estas
cavidades había varias esferas o bolas de un metal pesadísimo, del tamaño de nuestra
cabeza aproximadamente, y para levantar las cuales hacía falta buen brazo. La otra cavidad
contenía un montón de ciertos granos negros, no de gran tamaño ni peso, pues pudimos
tener más de cincuenta en la palma de la mano.
»Esto es exacto inventario de lo que encontramos sobre el cuerpo del Hombre-Montaña,
quien se comportó con nosotros muy correctamente y con el respeto debido a la comisión
de Vuestra Majestad. Firmado y sellado en el cuarto día de la octogésimanovena luna del
próspero reinado de Vuestra Majestad. -Clefrin Frelock, Marsi Frelock.»
El emperador, cuando le fue leído este inventario, me ordenó, aunque en términos muy
amables, que entregase los distintos objetos que en él se mencionaban. Me pidió primero la
cimitarra, que me quité con vaina y todo. Mientras tanto, mandó que tres mil hombres de
sus tropas escogidas -que estaban dándole escolta- me rodeasen a cierta distancia, con arcos
y flechas en disposición de disparar; pero no me di cuenta de ello porque tenía mi vista
totalmente fija en Su Majestad.
Después mostró su deseo de que desenvainase la cimitarra, la cual, aunque algo
enmohecida por el agua del mar, estaba en su mayor parte en extremo reluciente. Lo hice
así, e inmediatamente todas las tropas lanzaron un grito entre de terror y sorpresa, pues al
sol brillaba con fuerza, y les deslumbró el reflejo que se producía al flamear yo la cimitarra
de un lado para otro. Su Majestad, que es un príncipe por demás animoso, se intimidó
mucho menos de lo que yo podía esperar; me ordenó volverla a la vaina y arrojarla al suelo
lo más suavemente que pudiese, a unos seis pies de distancia del extremo de mi cadena.
Pidió después una de las columnas huecas de hierro, como llamaban a mis pistoletes. Lo
saqué, y, conforme a su deseo, le expliqué como pude para qué servía; y cargándolo sólo
con pólvora, la cual, gracias a lo bien cerrado de mi bolsa, se libró de mojarse en el mar -
percance contra el cual tiene buen ciudado de precaverse todo marinero avisado-, advertí
primero al emperador que no se asustara y luego tiré al aire. Aquí el asombro fue mucho
mayor que a la vista de la cimitarra. Cientos de hombres cayeron como muertos de repente,
y hasta el emperador, aunque no cedió el terreno, no pudo recobrarse en un rato. Entregué
los dos pistoletes del mismo modo que había entregado la cimitarra, y luego la bolsa de la
pólvora y las balas, previniéndole que pusiese aquélla lejos del fuego, pues con la más
pequeña chispa podía inflamarse y hacer volar por los aires su palacio imperial. De la
misma manera entregué mi reloj, al que el emperador tuvo tan gran curiosidad por ver, que
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