VIAJES DE GULLIBER Swift, Jonathan - Los viajes de Gulliver | Page 13

7 con que los trabajadores me habían rodeado el cuello, las manos, el cuerpo y las piernas. Novecientos hombres de los más robustos tiraron de estas cuerdas por medio de poleas fijadas en las vigas, y así, en menos de tres horas, fui levantado, puesto sobre la máquina y en ella atado fuertemente. Todo esto me lo contaron, porque mientras se hizo esta operación yacía yo en profundo sueño, debido a la fuerza de aquel medicamento soporífero echado en el vino. Mil quinientos de los mayores caballos del emperador, altos, de cuatro pulgadas y media, se emplearon para llevarme hacia la metrópolis, que, como ya he dicho, estaba a media milla de distancia. Hacía unas cuatro horas que habíamos empezado nuestro viaje, cuando vino a despertarme un accidente ridículo. Habiéndose detenido el carro un rato para reparar no sé qué avería, dos o tres jóvenes naturales tuvieron la curiosidad de recrearse en mi aspecto durante el sueño; se subieron a la máquina y avanzaron muy sigilosamente hasta mi cara. Uno de ellos, oficial de la guardia, me metió la punta de su chuzo por la ventana izquierda de la nariz hasta buena altura, el cual me cosquilleó como una paja y me hizo estornudar violentamente. En seguida se escabulleron sin ser descubiertos, y hasta tres semanas después no conocí yo la causa de haberme despertado tan de repente. Hicimos una larga marcha en lo que quedaba del día y descansé por la noche, con quinientos guardias a cada lado, la mitad con antorchas y la otra mitad con arcos y flechas, dispuestos a asaetearme si se me ocurría moverme. A la mañana, siguiente, al salir el sol, seguimos nuestra marcha, y hacia el mediodía estábamos a doscientas yardas de las puertas de la ciudad. El emperador y toda su corte nos salieron al encuentro; pero los altos funcionarios no quisieron de ninguna manera consentir que Su Majestad pusiera en peligro su persona subiéndose sobre mi cuerpo. En el sitio donde se paró el carruaje había un templo antiguo, tenido por el más grande de todo el reino, y que, mancillado algunos años hacía por un bárbaro asesinato cometido en él, fue, según cumplía al celo religioso de aquellas gentes, cerrado como profano. Se destinaba desde entonces a usos comunes, y se habían sacado de él todos los ornamentos y todo el moblaje. En este edificio se había dispuesto que yo me alojara. La gran puerta que daba al Norte tenía cuatro pies de alta y cerca de dos de ancha. Así que yo podía deslizarme por ella fácilmente. A cada lado de la puerta había una ventanita, a no más que seis pulgadas del suelo. Por la de la izquierda, el herrero del rey pasó noventa y una cadenas como las que llevan las señoras en Europa para el reloj, y casi tan grandes, las cuales me ciñeron a la pierna izquierda, cerradas con treinta y seis candados. Frente a este templo, al otro lado de la gran carretera, a veinte pies de distancia, había una torrecilla de lo menos cinco pies de alta. A ella subió el emperador con muchos principales caballeros de su corte para aprovechar la oportunidad de verme, según me contaron, porque yo no los distinguía a ellos. Se advirtió que más de cien mil habitantes salían de la ciudad con el mismo proyecto, y, a pesar de mis guardias, seguramente no fueron menos de diez mil los que en varias veces subieron a mi cuerpo con ayuda de escaleras de mano. Pero pronto se publicó un edicto prohibiéndolo bajo pena de muerte. Cuando los trabajadores creyeron que ya me sería imposible desencadenarme, cortaron todas las cuerdas que me ligaban, y acto seguido me levanté en el estado más melancólico en que en mi vida me había encontrado. El ruido y el asombro de la gente al verme levantar 13