vecindad
Señales de humo
Andrés Layos
Cristian Soler
Bogotá, Colombia. Reside en Nueva York
And we don’t notice any time pass
we don’t notice anything
The White Stripes
El humo formaba un anillo perfecto, que poco a poco se iba desintegrando, hasta que finalmente se perdía en el viento. Los dos observábamos ese
espectáculo en silencio. Luego ella volvió a tomar su cigarrillo e hizo otros
dos anillos, uno grande y otro pequeño y logró que este último encajara
en el primero. “¿Ahora qué quieres que haga?”, me preguntó ella. Yo siempre le pedía un sin número de figuras que ella dibujaba en el viento. Un
carro, un árbol, una casa, un perro, ella podía hacer cualquier cosa. “Un
conejito”, le dije. Ella lo pensó un instante y luego tomó su cigarrillo, lo
puso entre sus labios y aspiró el humo. Hizo algunos gestos y después de
un rato salió de su boca un conejito blanco que parecía de algodón. Ambos lo miramos maravillados por un instante, hasta que éste no era más
que una nube deforme flotando en el aire. Después de ejecutar cada truco
ella me miraba con cierta presunción y yo la aplaudía. A Paula le gustaba
jactarse de que fumaba (también le gustaban los dinosaurios azules pero
esa es otra historia), tenía doce años y había comenzado a fumar hacía dos
años, a la misma edad que su abuela y su madre. A mi mamá no le gustaba
que yo me hablara ni que anduviera con ella. “Esa niña me da muy mala
espina”, me decía. Y yo pensaba igual que mi mamá, que algún día ella me
traería problemas, pero eso no me importaba, me escapaba de casa cada
vez que podía y me iba a verla. “¿Alguna vez has fumado?”, me preguntó
Paula. “No”, respondí, “pero hace algunos años estaba en casa de un
primo, jugando a los vaqueros. Él era Kid Colt y yo era Lucky Luke. Teníamos nuestros sombreros, nuestras pañoletas, nuestras pistolas de plástico
y dos caballos de palo sobre los que montábamos y a los que llamamos
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Steel y Jolly Jumper. Mi primo había encontrado los cigarrillos de mi tío y
los tomamos prestados a escondidas para darles más realismo a nuestros
personajes. Jugamos toda la tarde con los cigarrillos apagados en nuestras
bocas, cabalgando por el desierto y enfrentándonos a varios villanos, hasta
que mi tía nos vio alarmada, puso el grito en el cielo, nos quitó los cigarrillos, nos regañó y nos encerró en el cuarto furiosa. Nunca supimos qué
habíamos hecho mal”. Paula se rió y me miró con ternura. Ella se reía de mí
todo el tiempo y me trataba como si fuera su hermanito menor. Tenía un
año y tres meses menos que yo y aun así se creía más madura, sólo porque
aparentaba más edad, porque su papá la dejaba tomar ron con Coca-Cola
en las fiestas familiares y porque tenía un novio al que ya le salía barba. Yo
no le decía nada a ella, mi hermano mayor ya me había explicado que eso
es costumbre de todas las niñas a esa edad. Después de reírse por un rato
Paula siguió haciendo sus trucos, y mientras tanto yo la miraba, ví como
le lucía el uniforme del colegio, la falda a cuadros y la camisa blanca de
manga corta, como apretaba el cigarrillo entre sus dedos y como expulsaba
el humo, mientras un indio pielroja se consumía lentamente entre las llamas, vi su cara y noté que algo en ella ahora estaba cambiando, ¿o sería en
mí?... Quizás la miré por demasiado tiempo porque ella también empezó a
mirarme fijamente. “Pareces un dragón”, atiné a decir torpemente, con voz
entrecortada. Ella sonrió, fumó su cigarrillo y sorpresivamente acercó su
cara a la mía, hasta apretar sus labios contra los míos. El sabor a nicotina
entraba en mi boca y mi corazón comenzó a palpitar fuertemente y sentí…
como si el humo me nublara la razón.