Don Aristeo y doña Abigail
Don Aristeo y doña Abigail formaban un matrimonio infeliz, como
hay muchos, ya que la mujer era cabrona en sumo grado, y el marido, un
pendejo y dejado.
Doña Abigail estaba cargada de carnes, teniendo, además, grueso y
caído el labio inferior, sin dejar nunca una mueca de enfado que ponía
siempre en su rostro.
Él era un sujetillo chaparro que no le llegaba ni a la barba (peluda,
por cierto) de su mujer, y estaba tan enclenque que los pantalones,
amarrados con un lazo a la cintura, se arrugaban en la parte trasera que
lleva el horripilante nombre de “nalgas”, digo, cuando se trata de
individuos, pues si nos referirnos a las redondeces traseras femeninas, la
palabra lleva un adjetivo muy sugerente; “buenotas”, por ejemplo.
Atendían una tienda de abarrotes.
-¿A qué horas te vas a levantar, bolsas miadas? Ya es hora de abrir
la tienda
-¡Qué bien chingas, pinche vieja!
Y aunque a regañadientes, a las siete de la mañana don Aristeo
abría las puertas para que entrara la clientela.
Ella le ayudaba cuando le daba la gana. Pero, lector, no vayas a
pensar que se apresuraba a despachar un kilo de azúcar, por ejemplo,
no, pues apoltronada en una silla mecedora y tragándose un elote, un
uchepo o la guzguera que tuviera a la mano, le pegaba de gritos al
marido:
-Muévete, huevón; esa niña ya tiene un buen rato pidiéndote una
bolsa de jabón para lavar.
Una vez, cuando en la tienda no había clientes, don Aristeo se
acercó muy cariñoso a su mujer.
-¿Desea una tacita de café mi linda esposa?
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