El día definitivo
El reloj del Ayuntamiento dio las seis de la mañana. Las
campanadas sonaron tenues al rebotar contra la niebla que cubría la
torre y se apagaron despacio como si temieran despertar a la gente.
Comenzaba a amanecer. La luz de las farolas sobre el asfalto
diseñaba una mancha difusa de color ocre y caía desmayada sobre la
niebla. Y hacía mucho frío.
Las calles estaban desiertas. Los domingos de invierno nadie sale a
esas horas, sólo los suicidas, como señala la tradición, o algunos locos
que se dedican a correr, en bicicleta o a pie, envueltos en su propio
aliento helado.
El suicida se dirigía a pie hacia el puente. Mientras caminaba se
topó con uno de esos corredores que madrugan más que el alba, pero
que apenas le vio. Los corredores sólo observan la lejanía del camino
que aún les queda por recorrer mientras atienden a las síncopas de su
cuerpo.
El suicida no pensaba en el camino que le quedaba por delante
hasta llegar al puente porque para él sólo existía un camino de ida, pero
no de vuelta. En realidad no pensaba en nada para no echarse atrás
como las veces anteriores. Iba encogido dentro de su abrigo, tiritando.
De haberle preguntado no hubiera podido definir dónde acababa el frío
y comenzaba el miedo. Ambas sensaciones se confundían y alimentaban
una a otra en su cuerpo y en su mente. Se decía a sí mismo que de hoy
no pasaba. Este era su último y definitivo intento de suicidio.
La muerte le esperaba tranquilamente sentada sobre el pretil como
un cuervo negro, aunque él no la vio.
El suicida se asomó al río. Venía preñado de agua marrón de las
lluvias de los últimos días. Sintió un es