La danza del chamán
Su rito precisaba de mí, del alma atormentada de tu madre, y aquí
estoy. Todo está preparado y ya resuena el ritmo hipnótico del tantán
por toda la cueva. El chamán comienza a bailar alrededor del altar sobre
el que yace el pútrido cuerpo. Su voz invoca, canta y grita; su espíritu
abandona esta existencia en busca de lo que es nuestro.
Me siento en el suelo, con las piernas encogidas, mientras observo
la sombra de su danza macabra sobre las paredes escarpadas. Saco tu
foto, aquella que te hice el día de tu graduación.
Mi niña, papá me decía: “Tenemos que asumirlo y confiar en que la
policía lo atrape”. Fui paciente. Llevé mi luto por ti con resignación y
esperé a que la justicia me ofreciera la ocasión de mirar a tu asesino a
los ojos, y escupirle a la cara; anhelé el momento en el que oyera de sus
labios pedir clemencia antes de que se pudriera en la cárcel el resto de
su vida.
Y ni eso se nos concedió.
No pude ni ofrecerte su justa condena. En su desenfrenada huida
cuando iba a ser arrestado, su coche se estrelló contra un muro. Murió
rápido, sin castigo, sin dolor.
Una niebla fantasmal se forma sobre el altar, envolviendo al
cuerpo. Ese bendito chamán lo va a conseguir. No puedo imaginar qué
lucha estará librando para recuperar lo que la muerte se llevó sin
derecho.
¡Mi ángel te he fallado tanto! Con su muerte me dijeron que todo
había terminado, que debía rehacer mi vida. Tuve que escuchar las
palabras vacías de psicólogos y hasta de sacerdotes. Para ellos era fácil
pedirme que mirara hacia delante. No habían sentido tus primeros
latidos, no habían visto tu preciosa carita recién salida de mis entrañas.
No podían comprender que no hay consuelo para la muerte de una hija,
ni perdón para su asesino.
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