Vagabond Multilingual Journal Spring 2014 | Page 36
La última promesa
“Tu papá está en la cárcel,” me dijo mi mamá mientras llenábamos sobres rosados con
invitaciones para mi quinceañera. Sólo faltaban dos semanas para mi fiesta, y con lo estresada que
me sentía, eso era lo último que me faltaba. Ya hacía tres meses que no escuchaba de él. Lo último
que supe era que se había ido de viaje a Hawái; según él, era viaje de trabajo. Ésta no era la primera
vez que mi papá iba a la cárcel. Han sido varias veces; tantas, que ni siquiera las puedo contar. Ese
mismo Domingo, mi mamá y yo fuimos a visitarlo. El reclusorio donde estaba detenido no era el
mismo que visitábamos cuando era pequeña; éste se encontraba más lejos que el otro. Cuando por
fin llegamos, el edificio me tomó por sorpresa; no parecía cárcel, sino un centro comunitario, o
algo parecido así. Al entrar, sólo hubo un oficial que nos saludó, nos registró como visitantes, y nos
hizo pasar a un patio afuera con bancas y mesas. Esperamos unos quince minutos, hasta que por
fin salió mi papá, sonriente y con ojos húmedos, vestido de pie a cabeza en uniforme color verde
pastel. De repente me entró un mal presentimiento, y podía ver que detrás de su sonrisa escondía
algo lamentable.
Yo tenía sólo cinco años la primera vez que fui a visitar a mi papá a la cárcel. Recuerdo
haber pensado que era normal que una niña de mi edad anduviera en un sitio así, porque veía
que a mi alrededor habían otros niños igual que yo. Era un Domingo por la mañana, casi las siete,
cuando mi mamá me levantó para alistarme. Encontré colgado en mi armario un vestido lindo,
color rosado claro, con una cinta blanca que se amarraba alrededor de mi cintura para crear un
moño grande atrás; con ese vestido puesto, me sentía como una princesa. Mi parte favorita de mi
vestuario eran mis zapatitos blancos de charol; los que mi mamá me compró para mi cumpleaños.
No solía usarlos mucho, así que parecían como nuevos. Mientras mi mamá me peinaba el pelo,
me vi en el espejo, y recuerdo haber pensado, espero que mi papi piense que me veo bonita. Al
terminar mi peinado, mi mamá me dijo, “Lista, mi amor; como toda una princesa.”
Tomamos tres autobuses y un tren para poder ser de las primeras visitantes en la cárcel.
Pero cuando llegamos, la línea ya salía del edificio, y daba una vuelta entera alrededor de la cuadra.
Sin exageración, ahí esperamos casi cuatro horas, y todo para poder ver a mi papá por sólo quince
minutos. Mi papá siempre ha sido una persona indecisa; a veces vivía con nosotras y a veces no.
Mis padres peleaban mucho, y en turno se separaban a cada rato. Pero, juntos o separados, mi papá
nunca se olvidaba de mí. Él siempre me sacaba al parque, me compraba nieve, y jugaba conmigo
a las escondidas; nos sentíamos felices juntos. Lo que más me gustaba era cuando él me decía que
me quería mucho, y que siempre me iba a querer a pesar de todo. Haya lo que haya hecho, para mí
seguía siendo mi papi; el que siempre me mimaba y me consentía.
Por fin llegamos al frente de la línea, y después de aprobarnos, pasamos a un cuarto
de espera en donde por fin me pude sentar. Después de estar parada por cuatro horas, no me
quería levantar de ahí. ¿Mami, ya vamos a ver a papi?” le pregunté a mi mamá. “Sí, sólo un
ratito más, y ya lo veremos,” me aseguró. Después de otra hora, finalmente llamaron nuestro
número, y mi madre, yo, y otras veinte personas, nos levantamos. Formamos una línea en
frente de una puerta verde, y los oficiales anunciaron que dentro de poco tiempo íbamos entrar.
36