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Las puertas del autobús se abrieron con un chirrido, depositaron a la mujer en la
parada, y se cerraron con un chasquido metálico. Como si no le importara en absoluto
el viento ni la fuerte lluvia que la azotaban, la mujer se quedó allí quieta, observando
cómo volvía a arrancar el vehículo haciendo rechinar las marchas en el difícil
descenso de la colina. Y sólo cuando el autobús hubo desaparecido tras los setos, se
volvió para contemplar las pendientes cuajadas de hierba que se extendían a ambos
lados de la carretera. Bajo el chaparrón, ambas pendientes se desleían en el gris del
cielo, de manera que resultaba difícil decir dónde comenzaba una y dónde terminaba
la otra.
Apretándose con fuerza el cuello de la gabardina, salió de allí, sorteando los
charcos que había en el deteriorado asfalto del arcén que bordeaba la carretera.
Aunque el lugar estaba desierto, vigilaba atentamente la carretera por delante de ella, y
de vez en cuando volvía la vista atrás. No había en esa actitud nada especialmente
sospechoso: en un lugar como aquél, tan aislado, lo más probable es que cualquier
chica hubiera tomado las mismas precauciones.
Su aspecto no ofrecía muchas pistas sobre su identidad. El viento agitaba sin cesar
el pelo castaño sobre su rostro de anchas mandíbulas, oscureciendo sus rasgos con un
velo en perpetuo movimiento, y su ropa no llamaba la atención. Si alguien hubiera
pasado por allí, la hubiera tomado por una vecina de la zona que volvía a casa, con su
familia.
Pero la verdad no podía ser más diferente.
Se trataba de Sarah Jerome, una colona fugada que huía de la muerte.
Al llegar un poco más allá, se volvió de repente hacia el borde y se internó por
una abertura del seto. Se metió en un pequeño hoyo al otro lado y, agazapada, se dio
la vuelta para examinar la vista que tenía de la carretera. Allí permaneció unos cinco
minutos, escuchando y observando ojo avizor, como un animal cuya vida peligra.
Pero no vio otra cosa que el azote del agua y el rugido del viento: estaba
completamente sola.