Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Decidiendo que era hora de irse a dormir, cogió una pila de toallas limpias y subió la
escalera con ellas bajo el brazo, pero al pasar por el cuarto de baño vio algo que la
detuvo. Will estaba de rodillas en el suelo, admirando sus últimos hallazgos y
limpiándoles la tierra con el cepillo de dientes de su padre.
—¡Mira esto! —dijo con orgullo, sujetando una pequeña bolsa de cuero raído que
goteaba agua sucia por todas partes. Entonces abrió con mucho cuidado la frágil tapa
y sacó una serie de pipas de arcilla—. Lo normal es encontrar sólo lo que no vale,
cosas que tiran los granjeros. Pero mira esto: no hay ninguna rota, están tan perfectas
como el día que las hicieron... Piénsalo: tantos años... desde el siglo dieciocho.
—Muy bonito —dijo Rebecca sin mostrar el más leve interés.
Echándose para atrás el pelo con un gesto de desdén, siguió su camino por el
pasillo hasta el armario de las toallas y a continuación entró en su habitación y cerró
la puerta con firmeza detrás de ella.
Will exhaló un suspiro y siguió examinando sus piezas varios minutos más, luego
las recogió en la alfombrilla del baño, que estaba manchada de barro, y las transportó
con cuidado a su habitación. Una vez allí, colocó las pipas y la bolsa de cuero aún
goteante entre el resto de su tesoro, en las estanterías que cubrían completamente
una pared de la habitación: era lo que llamaba su museo.
El dormitorio de Will daba a la parte trasera de la casa. Debían de ser las dos de la
madrugada cuando lo despertó un ruido procedente del jardín.
—¿Una carretilla? —murmuró identificando de inmediato el sonido, al tiempo que
abría los ojos—. ¿Una carretilla cargada?
Se levantó rápidamente de la cama y se acercó a la ventana. Allí, en el jardín, a la
luz de la media luna, se distinguía una forma oscura que empujaba una carretilla. Se
restregó los ojos para ver mejor.
«¡Papá!», se dijo al reconocer la figura de su padre y ver el brillo de la luna
reflejado en sus lentes. Perplejo, Will observó cómo llegaba al final del jardín, pasaba
por el hueco del seto y salía a los terrenos comunales. Allí, se perdió de vista tras
unos árboles.
«Pero ¿qué se trae entre manos?», se preguntó. Su padre siempre tenía horarios de
sueño extraños a causa de sus frecuentes cabezadas en el museo, pero aquella
actividad no era habitual en él. Recordó que aquel mismo año le había ayudado a
cavar para bajar el suelo del sótano casi un metro y después le ayudó a construir un
nuevo suelo de cemento. Más o menos un mes más tarde, su padre había tenido la
brillante idea de volver a cavar para abrir una salida directa del sótano al jardín y
cerrarla con una nueva puerta, pues, por alguna razón, había decidido que necesitaba
otra vía de acceso al que era su refugio en el sótano de la casa.
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