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Roderick Gordon - Brian Williams Túneles 32 Hay un punto en el que el cuerpo queda absolutamente agotado, cuando a los músculos y a los nervios ya no les queda nada que dar, cuando lo único que queda es la entereza de la persona, la fuerza de su voluntad, su empecinamiento. Will había llegado a aquel punto. Su cuerpo estaba exhausto e inservible, pero él seguía caminando trabajosamente, impulsado sólo por su sentido de la responsabilidad y el deber de cuidar de su hermano. Al mismo tiempo, le atormentaba una insoportable sensación de culpa por haber abandonado a Chester, por haberlo dejado por segunda vez en manos de los colonos. «No puedo más, no puedo ni dar un paso.» Estas palabras se repetían en la mente de Will una y otra vez. Pero no las pronunciaba, porque ni él ni su hermano hablaban mientras ascendían por la inacabable escalera en espiral. Al límite de su aguante, sacaba fuerzas de flaqueza para subir un peldaño tras otro, un tramo tras otro, mientras le ardían los muslos tanto como los pulmones. Resbalaba en los escalones empapados de agua y cubiertos de fibrosas algas que se adherían a sus pies, Will hacía inhumanos esfuerzos por negarse a comprender que no podía continuar mucho más. —Me gustaría parar ahora —le oyó decir a Cal, jadeando. —Imposible... no pienses... yo nunca te... vamos... un poco más —respondía Will al ritmo de sus lentos pasos. Pasaron lentamente horas de tormento hasta que perdió toda noción de cuánto habían subido, y ya no existía ni le importaba nada en el mundo excepto la penosa obligación de dar el siguiente paso, y el siguiente, y así una y otra vez... Y justo cuando Will creyó que había llegado al límite exacto en el que ya no podía dar un paso más, notó una levísima brisa en la cara. El instinto le dijo que aquello era aire puro, sin contaminar. Se detuvo para aspirar el frescor, esperando conservar al menos las fuerzas suficientes para desembarazar a sus pulmones del peso que los agobiaba y aliviar el interminable ruido que producían al respirar. —No la necesitas —le dijo a Cal, señalando la máscara. El chico se la quitó de la cabeza y la enganchó al cinturón. El sudor le corría por la cara y tenía los ojos enrojecidos. 248