Roderick Gordon - Brian Williams
Túneles
Después de tachar uno a uno todos los puntos de la lista, lo guardaron todo en las
mochilas. Will cerró la suya y se la echó a la espalda.
—Bueno, pues en marcha —dijo con mirada de determinación y alcanzando su
querida pala.
Tiró hacia él de los estantes. Una vez dentro del túnel, los volvió a colocar en su
sitio y aseguró la entrada por medio de un pasador que había colocado previamente.
A continuación, Will avanzó con rapidez a cuatro patas para adelantar a Chester.
—Eh, espérame —le pidió éste, desconcertado por el ímpetu de su amigo.
Al llegar al final del túnel, quitaron las piedras que quedaban, que fueron tragadas
por las tinieblas, haciendo un ruido sordo. Chester estaba a punto de decir algo
cuando Will se adelantó:
—Lo sé, lo sé; piensas que estamos a punto de ahogarnos en aguas fecales o algo
así. —Miró detenidamente a través de la abertura—. Asómate, desde aquí se puede
ver dónde caen las piedras. Sobresalen del agua, así que no puede cubrirte por
encima del tobillo.
Dicho esto, se volvió y se dispuso a atravesar de espaldas el agujero. Se detuvo en
el borde y sonrió a Chester, luego se perdió de vista, dejando a su amigo sobrecogido
hasta que se oyó un fuerte chapoteo: Will tenía los pies en el agua. La caída hasta allí
era de unos dos metros.
—¡Eh, estupendo! —dijo Will mientras Chester lo seguía con dificultad. Su voz
retumbó de manera inquietante en la caverna, que tenía unos siete metros de altura y
al menos treinta de largo. Por lo que podía ver, parecía tener forma de medialuna,
con una gran parte del suelo sumergida. El punto por el que habían entrado estaba
próximo a uno de los cuernos de la luna, pero sólo podían ver hasta donde les
permitía la curva de la pared.
Saliendo del agua, recorrieron con las linternas el espacio durante unos segundos,
pero cuando enfocaron el lado más próximo a ellos se quedaron inmediatamente
paralizados. Will mantuvo firme la linterna, con la que enfocaba las intrincadas filas
de estalactitas y estalagmitas de variados tamaños, que iban desde el grosor de un
lápiz al del tronco de un árbol joven. Las estalactitas eran como lanzas que
apuntaban al suelo, desde donde se les enfrentaban las estalagmitas. Algunas de las
estalactitas se habían encontrado con su estalagmita correspondiente para formar
auténticas columnas. El suelo estaba cubierto por ondeantes costras superpuestas de
calcita.
—Es una gruta —dijo Will en voz baja, alargando la mano para palpar la
superficie de una columna blanca como la leche, casi traslúcida—. ¿No es hermosa?
Parece el glaseado de una tarta.
—A mí me parecen más bien mocos congelados —susurró Chester, tocando
también una columna, como si no pudiera creer lo que veía. Retiró la mano y se frotó
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