el teléfono. Se levantó de su silla y se acercó a la ventana.
Aquellas gotas que hace unos minutos veía transparentes,
ahora las veía rojo intenso y le hacían recordar la sangre
que había hecho caer hace unos meses. “Y terminó y todo
se acabó…” dijo Pedro Juan riendo, pero no era una risa ge-
nuina, era más bien una risa nerviosa; el hombre sabía su
destino y estaba dispuesto a aceptarlo.
Se acercó nuevamente al escritorio y abrió la gaveta
derecha. Entre algunos papeles, documentos y lápices rotos
se encontraba una pistola. Aquella Beretta 92 de 9 mm le
parecía más pesada que nunca, por supuesto, era la prime-
ra vez que levantaba dicha arma sin intención de matar al
prójimo. La acercó lentamente a su cabeza, la miró y se dijo
a sí mismo “dichoso yo que tengo la opción de apretar el
gatillo”. A lo lejos empezó a escuchar la sirena de un auto de
la policía, pero mientras se acercaba se dio cuenta de que no
solo era uno sino que eran varios. Se sentó y volvió a poner
los pies sobre la mesa mientras sostenía el arma firmemente
contra el lado izquierdo de su cráneo. Se escuchó un fuerte
golpe en el piso de abajo, como si alguien hubiera tumbado
la puerta. Unos fuertes pasos retumbaban en la vieja esca-
lera de madera, y al rato se abrió la puerta del estudio. Eran
fácilmente doce uniformados con fusiles que apuntaban al
hombre. “¡No se mueva, quieto!” gritó el que parecía ser el
jefe de la unidad. Pedro Juan giró su cabeza y miró hacía
la ventana. Se dio cuenta que la lluvia había parado pero
las diminutas gotas permanecían. Giró una última vez su
cabeza hacía el jefe de unidad y le dijo “deme una razón
por la cual no debería apretar el gatillo y terminar con todo
ahora mismo”. En ese momento hubo un silencio absoluto
en el estudio, hasta que fue apagado por Pedro Juan con las
siguientes palabras “Eso es lo que pensé”.
Travesía • revista estu diantil
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