tradiciones y costumbres | Page 106
Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como
no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o
mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.
-Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver
a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano...
Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que
trabajes para las demás?... ¿para qué sirven las modistas?... ¿para qué sirven las modistas, eh?
-Esto lo haría cualquier modista mejor que yo -repuso Florentina riendo- pero entonces no lo
haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.
Marianela
En la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos
hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Imparciales y otros periódicos.
Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están
jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había
un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas que aquella mañana había hecho
traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía mangas,
faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los
patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas,
pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había
dicho aquella mañana al comenzar la obra:
Después Florentina se quedó sola, no, no se quedó sola, porque en el testero principal de la
alcoba, entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas una
sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con
abandono. Era un semblante desencajado y anémico. Dormía. Su sueño era un letargo inquieto
que se interrumpía a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parecía estar
más sosegada cuando al medio día volvió a entrar en la pieza el padre de Florentina,
acompañado de Teodoro Golfín.
Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.
-Parece que su sueño es ahora más tranquilo -dijo-. No hagamos ruido.
-¿Qué le parece a usted mi hija? -dijo don Manuel riendo-. ¿No ve usted las tareas que se
da?... Sea usted imparcial, Sr. D. Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode?
Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy
enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres;
pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...
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-Déjela usted -replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto
arrobamiento-. Cada uno, Sr. D. Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.
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