Tom Sawyer
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Mark Twain
Sacaron las espadas de palo, echaron por tierra el resto de la impedimenta, cayeron
en guardia, un pie delante del otro, y empezaron un grave y metódico combate,
golpe por golpe. Al cabo, exclamó Tom:
-Si sabéis manejar la espada, ¡apresuraos!
Los dos «se apresuraron», jadeantes y sudorosos. A poco gritó Tom:
-¿Por qué no te caes?
-¡No me da la gana! ¿Por qué no te caes tú? Tú eres el que va peor.
-Pero eso no tiene nada que ver. Yo no puedo caer. Así no está en el libro. El libro
dice: «Entonces, con una estocada traicionera mató al pobre Guy de Guisborne.»
Tienes que volverte y dejar que te pegue en la espalda.
No era posible discutir tales autoridades, y Joe se volvió, recibió el golpe y cayó por
tierra.
-Ahora-dijo, levantándose-, tienes que dejarme que te mate a ti. Si no, no vale.
-Pues no puede ser: no está en el libro.
-Bueno, pues es una cochina trampa, eso es.
-Pues mira -dijo Tom-, tú puedes ser el lego Tuk, o Much, el hijo del molinero, y
romperme una pata con una estaca; o yo seré el sheriff de Nottingham y tú serás
un rato Robin Hood, y me matas.
La propuesta era aceptable, y así esas aventuras fueron representadas. Después
Tom volvió a ser Robin Hood de nuevo, y por obra de la traidora monja que le
destapó la herida se desangró hasta la última gota. Y al fin Joe, representando a
toda una tribu de bandoleros llorosos, se lo llevó arrastrando, y puso el arco en sus
manos exangües, y Tom dijo: «Donde esta flecha caiga, que entierren al pobre
Robin Hood bajo el verde bosque.» Después soltó la flecha y cayó de espaldas, y
hubiera muerto, pero cayó sobre unas ortigas, y se irguió de un salto, con harta
agilidad para un difunto.
Los chicos se vistieron, ocultaron sus avíos bélicos y se echaron a andar,
lamentándose que ya no hubiera bandoleros y preguntándose qué es lo que nos
había dado la moderna civilización para compensarnos. Convenían los dos en que
más hubieran querido ser un año bandidos en la selva de Sherwood que presidentes
de los Estados Unidos por toda la vida.
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Preparado por Patricio Barros