Tom Sawyer
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Mark Twain
Al llegar el momento preciso el superintendente se colocó en pie frente al púlpito,
teniendo en la mano un libro de himnos cerrado y el dedo índice inserto entre sus
hojas, y reclamó silencio. Cuando un superintendente de escuela dominical
pronuncia su acostumbrado discursito, un libro de himnos en la mano es tan
necesario como el inevitable papel de música en la de un cantor que avanza hasta
las candilejas para ejecutar un solo, aunque el porqué sea un misterio, puesto que
ni el libro ni el papel son nunca consultados por el paciente. Este superintendente
era un ser enjuto, de unos treinta y cinco años, con una sotabarba de estopa y pelo
corto del mismo color; llevaba un cuello almidonado y tieso, cuyo borde le llegaba
hasta las orejas y cuyas agudas puntas se curvaban hacia adelante a la altura de las
comisuras de los labios; una tapia que le obligaba a mirar fijamente a proa y a dar
la vuelta a todo el cuerpo cuando era necesaria una mirada lateral. Tenía la barbilla
apuntalada por un amplio lazo de corbata de las dimensiones de un billete de banco,
y con flecos en los bordes, y las punteras de las botas dobladas hacia arriba, a la
moda del día, como patines de trineo: resultado que conseguían los jóvenes
elegantes, con gran paciencia y trabajo, sentándose con las puntas de los pies
apoyados contra la pared y permaneciendo así horas y horas. Mister Walters tenía
un aire de ardoroso interés y era sincero y cordial en el fondo, y consideraba las
cosas y los lugares religiosos con tal reverencia y tan aparte de los afanes
mundanos que, sin que se diera cuenta de ello, la voz que usaba en la escuela
dominical había adquirido una entonación peculiar, que desaparecía por completo en
los días de entre semana. Empezó de esta manera:
-Ahora, niños os vais a estar sentados, todo lo derechitos y quietos que podáis, y
me vais a escuchar con toda atención por dos minutos. ¡Así, así me gusta! Así es
como los buenos niños y las niñas tienen que estar. Estoy viendo a una pequeña
que mira por la ventana: me temo que se figura que yo ando por ahí fuera, acaso
en la copa de uno de los árboles, echando un discurso a los pajaritos. (Risitas de
aprobación.) Necesito deciros el gozo que me causa ver tantas caritas alegres y
limpias reunidas en un lugar como éste, aprendiendo a hacer buenas obras y a ser
buenos...
Y siguió por la senda adelante. No hay para qué relatar el resto de la oración. Era de
un modelo que no cambia, y por eso nos es familiar a todos.
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Preparado por Patricio Barros