Tom Sawyer
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Mark Twain
Entró en la iglesia, al fin, con un enjambre de chicos y chicas, limpios y ruidosos; se
fue a su silla e inició una riña con el primer muchacho que encontró a mano. El
maestro, hombre grave, ya entrado en años, intervino; después volvió la espalda un
momento, y Tom tiró del pelo al rapaz que tenía delante, y ya estaba absorto en la
lectura de su libro cuando la víctima miró hacia atrás; pinchó a un tercero con un
alfiler, para oírle chillar, y se llevó nueva reprimenda del maestro. Durante todas las
clases Tom era siempre el mismo: inquieto, ruidoso y pendenciero. Cuando llegó el
momento de dar las lecciones ninguno se la sabía bien y había que irles apuntando
durante todo el trayecto. Sin embargo, fueron saliendo trabajosamente del paso, y
a cada uno se le recompensaba con vales azules, en los que estaban impresos
pasajes de las Escrituras.
Cada vale azul era el precio de recitar dos versículos; diez vales azules equivalían a
uno rojo, y podían cambiarse por uno de éstos; diez rojos equivalían a uno amarillo,
y por diez vales amarillos el superintendente regalaba una Biblia, modestamente
encuadernada (valía cuarenta centavos en aquellos tiempos felices), al alumno.
¿Cuántos de mis lectores hubieran tenido laboriosidad y constancia para aprenderse
de memoria dos mil versículos, ni aun por una Biblia de las ilustradas por Doré? Y
sin embargo María había ganado dos de esa manera: fue la paciente labor de dos
años; y un muchacho de estirpe germánica había conquistado cuatro o cinco. Una
vez recitó tres mil versículos sin detenerse; pero sus facultades mentales no
pudieron soportar tal esfuerzo y se convirtió en un idiota, o poco menos, desde
aquel día: dolorosa pérdida para la escuela, pues en las ocasiones solemnes, y
delante de compañía, el superintendente sacaba siempre a aquel chico y (como
decía Tom) «le abría la espita». Sólo los alumnos mayorcitos llegaban a conservar
los vales y a persistir en la tediosa labor bastante tiempo para lograr una Biblia; y
por eso la entrega de uno de estos premios era un raro y notable acontecimiento. El
alumno premiado era un personaje tan glorioso y conspicuo por aquel día, que en el
acto se encendía en el pecho de cada escolar una ardiente emulación, que solía
durar un par de semanas. Es posible que el estómago mental de Tom nunca hubiera
sentido verdadera hambre de uno de esos premios, pero no hay duda que de mucho
tiempo atrás había anhelado con toda su alma el éclat que traía consigo.
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Preparado por Patricio Barros