Tom Sawyer
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Mark Twain
dos; pero se quedaron aún más hambrientos: el mísero bocado no hizo sino
aguzarles el ansia de alimentos.
A poco rato, dijo Tom:
-¡Chist! ¿No oyes? Contuvieron el aliento y escucharon.
Se oía como un grito remotísimo y débil. Tom contestó al punto, y cogiendo a Becky
por la mano echó a andar a tientas por la galería en aquella dirección. Se paró y
volvió a escuchar: otra vez se oyó el mismo sonido, y al parecer más cercano.
-¡Son ellos! -exclamó Tom-. ¡Ya vienen! ¡Corre, Becky! ¡Estamos salvados!
La alegría enloquecía a los prisioneros. Avanzaban, con todo, muy despacio, porque
abundaban los hoyos y despeñaderos y era preciso tomar precauciones. A poco
llegaron a uno de ellos y tuvieron que detenerse. Podía tener una vara de hondo o
podía tener ciento. Tom se echó de bruces al suelo y estiró el brazo cuanto pudo,
sin hallar el fondo. Tenían que quedarse allí y esperar hasta que llegasen los que
buscaban. Escucharon: no había duda que los gritos lejanos se iban haciendo más y
más remotos. Un momento después dejaron del todo de oírse ¡Qué mortal
desengaño! Aún daba esperanzas a Becky, pero pasó toda una eternidad de
anhelosa espera y nada volvió a oírse.
Palpando en las tinieblas, volvieron hacia el manantial. El tiempo seguía pasando
cansado y lento; volvieron a dormir y a despertarse, más hambrientos y
despavoridos. Tom creía que ya debía de ser el martes para entonces.
Les vino una idea. Por allí cerca había algunas galerías. Más valía explorarlas que
soportar la ociosidad, la abrumadora pesadumbre del tiempo. Sacó del bolsillo la
cuerda de la cometa, la ató a un saliente de la roca, y él y Becky avanzaron,
soltando la tramilla del ovillo según caminaban a tientas. A los veinte pasos la
galería acababa en un corte vertical. Tom se arrodilló, y estirando el brazo cuanto
pudo hacia abajo palpó la cortadura y fue corriéndose después hasta el muro; hizo
un esfuerzo para alcanzar con la mano un poco más lejos a la derecha, y en aquel
momento, a menos de veinte varas, una mano sosteniendo una vela apareció por
detrás de un peñasco. Tom lanzó un grito de alegría; en seguida se presentó,
siguiendo a la mano, el cuerpo al cual pertenecía... Joe el Indio! Tom se quedó
paralizado; no podía moverse. En el mismo instante, con indecible placer, vio que el
«español» apretaba los talones y desaparecía de su vista. Tom no se explicaba que
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Preparado por Patricio Barros