Tom Sawyer
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Mark Twain
-Muy bien. Ya está casi lo bastante oscuro para irnos.
Joe el Indio fue de ventana en ventana atisbando cautelosamente. Después dijo:
-¿Quién podrá haber traído aquí esas herramientas? ¿Te parece que puedan estar
arriba? Los muchachos se quedaron sin aliento.. Joe el Indio puso la mano sobre el
cuchillo, se detuvo un momento, indeciso, y después dio media vuelta y se dirigió a
la escalera. Los chicos se acordaron del camaranchón, pero estaban sin fuerzas,
desfallecidos. Los pasos crujientes se acercaban por la escalera... La insufrible
angustia de la situación despertó sus energías muertas, y estaban ya a punto de
lanzarse hacia el cuartucho, cuando se oyó un chasquido y el derrumbamiento de
maderas podridas, y Joe el Indio se desplomó, entre las ruinas de la escalera. Se
incorporó, echando juramentos, y su compañero le dijo.
-¿De qué sirve todo eso? Si hay alguien y está allá arriba, que siga ahí, ¿qué nos
importa? Si quiere bajar y buscar camorra, ¿quién se lo impide? Dentro de quince
minutos es de noche..., y que nos sigan si les apetece; no hay inconveniente.
Pienso yo que quienquiera que trajo estas cosas aquí nos echó la vista y nos tomó
por trasgos o demonios, o algo por el estilo. Apuesto a que aún no ha acabado de
correr.
Joe refunfuñó un rato, después convino con su amigo en que lo poco que todavía
queda de claridad debía aprovecharse en preparar las cosas para la marcha. Poco
después se deslizaron fuera de la casa, en la oscuridad, cada vez más densa, del
crepúsculo, y se encaminaron hacia el río con su preciosa caja.
Tom y Huck se levantaron desfallecidos, pero enormemente tranquilizados, y los
siguieron con la vista a través de los resquicios por entre los troncos que formaban
el muro. ¿Seguirlos? No estaban para ello. Se contentaron con descender otra vez a
tierra firme, sin romperse ningún hueso, y tomaron la senda que llevaba al pueblo
por encima del monte. Hablaron poco; estaban harto ocupados en aborrecerse a sí
mismos, en maldecir la mala suerte que les había hecho llevar allí el pico y la pala.
A no ser por eso, jamás hubiera sospechado Joe. Allí habría escondido el oro y la
plata hasta que, satisfecha su «venganza», volviera a recogerlos, y entonces
hubiera sufrido el desencanto de encontrarse con que el dinero había volado. ¡Qué
mala suerte haber dejado allí las herramientas! Resolvieron estar en acecho para
cuando el falso español volviera al pueblo buscando la ocasión para realizar sus
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Preparado por Patricio Barros