Tom Sawyer
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Mark Twain
A poco la familiaridad aminoró sus temores y pudieron examinar minuciosamente el
lugar en que estaban, sorprendidos y admirados de su propia audacia. En seguida
quisieron echar una mirada al piso de arriba. Subir era cortarse la retirada, pero se
azuzaron el uno al otro y eso no podía tener más que un resultado: tiraron las
herramientas en un rincón y subieron. Allí había las mismas señales de abandono y
ruina. En un rincón encontraron un camaranchón que prometía misterioso; pero la
promesa fue un fraude: nada había allí. Estaban ya rehechos y envalentonados. Se
disponían a bajar y ponerse al trabajo cuando...
-¡Chist! -dijo Tom.
-¿Qué? ¡Ay Dios! ¡Corramos!
-Estate quieto, Huck. No te muevas. Vienen derechos hacia la puerta.
Se tendieron en el suelo, con los ojos pegados a los resquicios de las tarimas, y
esperaron en una agonía de espanto.
-Se han parado... No, vienen... Ahí están. No hables, Huck. ¡Dios, quién se viera
lejos!
Dos hombres entraron. Cada uno de los chicos se dijo a sí mismo:
-Ahí está el viejo español sordomudo que ha andado una o dos veces por el pueblo
estos días; al otro no lo he visto nunca.
«El otro» era un ser haraposo y sucio y de no muy atrayente fisonomía. El español
estaba envuelto en un sarape; tenía unas barbas blancas y aborrascadas, largas
greñas, blancas también, que le salían por debajo del ancho sombrero, y llevaba
anteojos verdes. Cuando entraron, «el otro» iba hablando en voz baja. Se sentaron
en el suelo, de cara a la puerta y de espaldas al muro, y el que llevaba la palabra
continuó hablando.
Poco a poco sus ademanes se hicieron menos cautelosos y más audibles sus
palabras.
-No -dijo-. Lo he pensado bien y no me gusta. Es peligroso. ¡Peligroso! -refunfuñó el
español «sordomudo», con gran sorpresa de los muchachos-. ¡Gallina!
Su voz dejó a aquéllos atónitos y estremecidos. ¡Era Joe el Indio! Hubo un largo
silencio; después dijo Joe:
-No es más peligroso que el golpe de allá arriba, y nada nos vino de él.
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Preparado por Patricio Barros