Tom Sawyer
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Mark Twain
Consiguió dar con Jim Hollis, el cual le invitó a considerar el precioso beneficio del
sarampión como un aviso de la Providencia. Cada chico que encontraba añadía otra
tonelada a su agobiadora pesadumbre; y cuando buscó al fin, desesperado, refugio
en el seno de Huckleberry Finn y éste lo recibió con una cita bíblica, el corazón se le
bajó a los talones, y fue arrastrándose hasta su casa y se metió en la cama,
convencido que él solo en el pueblo estaba perdido para siempre jamás.
Y aquella noche sobrevino una terrorífica tempestad con lluvia, truenos y
espantables relámpagos. Se tapó la cabeza con la sábana y esperó, con horrenda
ansiedad, su fin, pues no tenía la menor duda que toda aquella tremolina era por él.
Creía que había abusado de la divina benevolencia más allá de lo tolerable y que
ése era el resultado. Debiera haberle parecido un despilfarro de pompa y
municiones, como el de matar un mosquito con una batería de artillería; pero no
veía ninguna incongruencia en que se montase una tempestad tan costosa como
aquélla sin otro fin que el de soplar, arrancándolo todo del suelo, a un insecto como
él.
Poco a poco la tempestad cedió y se fue extinguiendo sin conseguir su objeto. El
primer impulso del muchacho fue de gratitud a inmediata enmienda; el segundo,
esperar..., porque quizá no hubiera más tormentas.
Al siguiente día volvió el médico: Tom había recaído. Las tres semanas que
permaneció acostado fueron como una eternidad. Cuando al fin volvió a la vida no
sabía si agradecerlo, recordando la soledad en que se encontraba, sin amigos,
abandonado de todos. Echó a andar indiferente y taciturno, calle abajo, y encontró
a Jim Hollis actuando de juez ante un Jurado infantil que estaba juzgando a un gato,
acusado de asesinato, en presencia de su víctima: un pájaro. Encontró a Joe Harper
y Huck Finn retirados en una calleja comiéndose un melón robado. ¡Pobrecillos!
Ellos también, como Tom, habían recaído.
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Preparado por Patricio Barros