Tom Sawyer
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Mark Twain
-¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le
importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga
a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.
Jim empezó a vacilar.
-Una blanca, Jim; y es de primera.
-¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.
Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo
en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el
cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y
la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo
de la victoria en los ojos.
Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que
había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos
que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se
reirían de él porque tenía que trabajar...; y esta idea le encendía la sangre como un
fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes,
tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante quizá para lograr un cambio de
tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad
completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos, y abandonó
la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado
momento sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia magnífica
inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers
apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél
precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y
cabriolas, señal evidente que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes
esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando
lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo «tilín,
tilín, tilón; tilín, tilón», porque, venía imitando a un vapor del Misisipi. Al acercarse
acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la
vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba
representando al Gran Missouri y se consideraba a sí mismo con nueve pies de
calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es
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Preparado por Patricio Barros