Tom Sawyer
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Mark Twain
Tom no puso gran atención en el estudio. Cada vez que miraba al lado de la sala
donde estaban las niñas, la cara de Becky le turbaba. Acordándose de todo lo
ocurrido, no quería compadecerse de ella, y sin embargo, no podía remediarlo. No
podía alegrarse sino con una alegría falsa. Ocurrió a poco el descubrimiento del
estropicio en la gramática, y los pensamientos de Tom tuvieron harto en qué
ocuparse con sus propias cuitas durante un rato. Becky volvió en sí de su letargo de
angustia y mostró gran interés en tal acontecimiento. Esperaba que Tom no pudiera
salir del apuro sólo con negar que él hubiera vertido la tinta, y tenía razón. La
negativa no hizo más que agravar la falta. Becky suponía que iba a gozar con ello, y
quiso convencerse que se alegraba; pero descubrió que no estaba segura que así
era. Cuando llegó lo peor, sintió un vivo impulso de levantarse y acusar a Alfredo,
pero se contuvo haciendo un esfuerzo, y dijo para sí: «Él me va a acusar de haber
roto la estampa. Estoy segura. No diré ni palabra, ni para salvarle la vida.» Tom
recibió la azotaina y se volvió a su asiento sin gran tribulación, pues pensó que no
era difícil que él mismo, sin darse cuenta, hubiera vertido la tinta al hacer alguna
cabriola. Había negado por pura fórmula y porque era costumbre, y había persistido
en la negativa por cuestión de principio.
Transcurrió toda una hora. El maestro daba cabezadas en su trono; el monótono
rumor del estudio incitaba al sueño. Después mister Dobbins se irguió en su asiento,
bostezó, abrió el pupitre y alargó la mano hacia el libro, pero parecía indeciso entre
cogerlo o dejarlo. La mayor parte de los discípulos levantaron la mirada
lánguidamente; pero dos de entre ellos seguían los movimientos del maestro con
los ojos fijos, sin pestañear. Mister Dobbins se quedó un rato palpando el libro,
distraído, y por fin lo sacó y se acomodó en la silla para leer.
Tom lanzó una mirada a Becky. Había visto una vez un conejo perseguido y
acorralado, frente al cañón de una escopeta, que tenía idéntico aspecto.
Instantáneamente olvidó su querella. ¡Pronto!, ¡había que hacer algo y que hacerlo
en un relámpago! Pero la misma inminencia del peligro paralizaba su inventiva.
¡Bravo!
¡Tenía una inspiración! Lanzarse de un salto, coger el libro y huir por la puerta como
un rayo...; pero su resolución titubeó por un breve instante, y la oportunidad había
pasado: el maestro abrió el libro. ¡Si la perdida ocasión pudiera volver! Pero ya no
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Preparado por Patricio Barros