Tom Sawyer
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Mark Twain
no pudieron esperar más. Ella dijo cándidamente, que «andaría por allí» al acabarse
la escuela. Y él se fue disparado y lleno de rencor contra ella.
-¡Cualquier otro que fuera...! -pensaba, rechinando los dientes-. ¡Cualquiera otro de
todos los del pueblo, menos ese gomoso de San Luis, que presume de elegante y de
aristócrata! Pero está bien. ¡Yo te zurré el primer día que pisaste este pueblo y te
he de pegar otra vez! ¡Espera un poco que te pille en la calle! Te voy a coger y...
Y realizó todos los actos y movimientos requeridos para dar una formidable somanta
a un muchacho imaginario, soltando puñetazos al aire, sin olvidar los puntapiés y
acogotamientos.
-¿Qué? ¿Ya tienes bastante? ¿No puedes más, eh? Pues con eso aprenderás para
otra vez.
Y así el vapuleo ilusorio se acabó a su completa satisfacción.
Tom volvió a su casa a mediodía. Su conciencia no podía ya soportar por más
tiempo el gozo y la gratitud de Amy, y sus celos tampoco podían soportar ya más la
vista del otro dolor. Becky prosiguió la contemplación de las estampas; pero como
los minutos pasaban lentamente y Tom no volvió a aparecer para someterlo a
nuevos tormentos, su triunfo empezó a nublarse y ella a sentir mortal aburrimiento.
Se puso seria y distraída, y después, taciturna. Dos o tres veces aguzó el oído, pero
no era más que una falsa alarma. Tom no aparecía. Al fin se sentó del todo
desconsolada y arrepentida de haber llevado las cosas a tal extremo. El pobre
Alfredo, viendo que se le iba de entre las manos sin saber por qué, seguía
exclamando: « ¡Aquí hay una preciosa! ¡Mira ésta!», pero ella acabó de perder la
paciencia y le dijo: « ¡Vaya, no me fastidies! ¡No me gustan!»; y rompió en
lágrimas, se levantó, y se fue de allí.
Alfredo la alcanzó y se puso a su lado, dispuesto a consolarla, cuando ella le dijo:
-¡Vete de aquí y déjame en paz! ¡No te puedo ver!
El muchacho se quedó parado, preguntándose qué es lo que podía haber hecho,
pues Becky le había dicho que se estaría viendo las estampas durante todo el
asueto de mediodía; y ella siguió su camino llorando. Después Alfredo entró,
meditabundo, en la escuela desierta. Estaba humillado y furioso.
Fácilmente rastreó la verdad: Becky había hecho de él un instrumento para
desahogar su despecho contra un rival. Tal pensamiento no contribuía a disminuir
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Preparado por Patricio Barros