CAMINO
CUENTO BREVE
Era jueves, en la última semana del mes de septiembre. Los ecos del verano se habían truncado la semana anterior de golpe. De los treinta grados y el sol luciendo en todo lo alto, a los catorce grados y el cielo encapotado en tres días.
La noche anterior había dormido en un albergue encantador en Zaragoza. Humilde, austero, pero acogedor. Un encanto llano, sin caer en excentricidades. Estaba agotado, y el minúsculo cajón lleno de esparadrapo y gasas para las ampollas me dio la vida. Llevaba tres días ya con una pequeña inflamación en el talón del pie derecho que me mataba al caminar. Echar el pie ahí producía una especie de latigazo que me hacía enseñar los dientes como un lobo defendiendo el territorio.
Esa mañana me desperté a las 5 de la mañana. Aún era de noche, y el aire era racheado y muy frío. Rearmé las protecciones contra las rozaduras, con paciencia pero urgente, con las manos casi temblando. Me vestí y me coloqué la mochila en los hombros. Parecía tener una oquedad en las clavículas a la medida de las correas de la carga que llevaba a la espalda. También me puse un par de gasas en los hombros para que no se me hicieran rozaduras. Era como si toda mi piel se irritase al mismo tiempo. Iba a tener que chapotear en pomada. Qué molesto y qué desagradable.
Camino a Torres de Berellén el horizonte pareció abrirse ante mí. Éramos sólo yo y la naturaleza. Sólo yo y el camino que me quedaba por delante. Estaba oscuro, pero el cielo estaba oscuro pero, a mi espalda, sobre el perfil de Zaragoza, empezaba a clarear. Había colgado y extendido por encima de la mochila un chaleco reflectante, y avancé con paso firme. Tenía que llegar a Gallur y, sin haber atendido a las previsiones del tiempo, algo me decía que iba a ser un día tórrido.
Empezaba a aburrirme y, como motivación, me puse un poco de música. Me apetecía algo que me diese fuerzas. Me acordé del mejor luchador holandés de todos los tiempos. Vi un reportaje sobre él en año pasado, en una noche de insomnio. Se enfrentaba contra un mexicano terrible, que partía como favorito, y debía intensificar el ritmo de sus entrenamientos. Mientras hacía unos circuitos agotadores, unas tandas inacabables de pesas, abdominales y flexiones, una música grave, profunda, una especie de rap de combate, le ayudaba a llevar el ritmo.
La puse. Subí el volumen hasta que a duras penas oía mis propios carraspeos. Las piernas me entraron en velocidad de crucero y fui disfrutando del camino. Tenía que llevar ropa de abrigo porque el aire era como microscópicos cuchillos de hielo que me cortaban la carne hasta los huesos.
Para cuando me di cuenta, llegaba a Alagón. Estuve a punto de irme al suelo pasando por debajo de las vías. En Logroño, cerca del colegio de mi infancia, había un paso así por debajo de la circunvalación, pero ya no existe. Un fugaz recuerdo de la niñez tan lejos de casa. Si no es por una pequeña flecha amarilla que, pese a la escasa luminosidad, resaltaba en el suelo, me hubiese perdido.
Al fondo empecé a vislumbrar un indicador a la derecha del camino mientras la música había pasado a una canción humorística. Iba con una sonrisa, pensando en las bromas rimadas. “La Ínsula”, decía el letrero. Al lado, había un dibujo con una cuchara y un tenedor enmarcado en un recuadro.
Las noches las pasaba ojeando una especie de guía, el único libro con el que estaba dispuesto a cargar. Así veía los detalles más interesantes de la ruta del día siguiente. Resulta que alguien, después de leer El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en concreto el pasaje en que don Quijote le promete a Sancho la ínsula Barataria, quiso nombrar así su establecimiento.
Me gusta el Quijote. Siempre a por el imposible, con la mente en otra parte, qué coño, a quién le importa. Un hombre es tan valioso como los sueños a los que aspira, y tan fuerte como el empeño que pone en lograrlos.
Por caminar distraído no vi el blandón de barro que se había hecho al margen del camino y el pedrusco del tamaño de una pelota de tenis que reposaba en el borde de la vía. Qué mala costumbre ir siempre en el puñetero límite del asfalto, sobre todo cuando estoy concentrado en la música y en devorar kilómetros.
La pisé de lleno y el tobillo me hizo un extraño. Con el gesto de sorpresa en el rostro durante unas décimas de segundo, me fui al suelo. La mochila parecía una bola de demolición amenazando con partirme la columna. Sólo pude colocar los brazos delante del pecho para evitar que la cabeza golpease el firme.
-¡Dios mío!