Por Marta RUBIO
BETTY ESTÁ ENFADADA. NO, ENFADADA
no, está furiosa. Enciende un cigarrillo y aspira
ansiosamente el veneno como si fuera maná se-
cado y enrollado en una papelina. El humo del
tabaco le hace compañía en su preciosa cocina
de estilo suburbano en su armoniosa casa uni-
familiar rodeada de carreteras seguras y vecinas
curiosonas. ¿Dónde estará? ¿volverá esta no-
che o regresará mañana apestando a excusas y
con los dedos todavía fríos del desayuno? Dos
cubos de hielo y whiskey escocés.
Mierda, la puerta no abre. La cerradura debe es-
tar oxidada. Peggy golpea la puerta del aparta-
mento con los nudillos, esperando que la chica
nueva -¿cómo se llamaba?- no se haya dormido.
Por desgracia todavía no puede pagar una habi-
tación decente , así que alguien escucha sus
ruegos a través de las finas paredes y se levanta
a abrirle. Mierda es la casera. “Sí, sí, trabajo
demasiado. No, no he estado con ningún chico.
No, no quiero quedar el martes con su sobrino
el contable. Gracias señora Maison. Buenas no-
ches. Sí”.
Betty, Peggy, las constantes femeninas en la
vida del excéntrico Donald Draper llegan al fi-
nal del día a años luz la una de la otra. ¿Lo que
tienen en común? A Draper, los años 60 y Nue-
va York. ¿Lo que las diferencia? Quizá Peggy lo-
gró ganarse a su público a base de obstinación,
ambición, queriendo -y logrando- abrirse paso
en un mundo de corbatas. Es una luchadora.
Pero Betty, oh Betty, la historia del odio a la
pena. A pesar del triste final, a menudo dicen
que una mala acción pesa lo mismo que cinco