«Espérame sentado», murmuró Sandokán.
Aguardó a que el jinete hubiera desaparecido y luego se aproximó al árbol sobre el que seguía
escondido su malayo, diciendo:
-Baja, Giro-Batol.
Aún no había terminado la frase, cuando ya el malayo había caído a sus pies, gritando con
quebrantada voz:
-¡Ah..., Capitán!...
-¿Te sorprende volver a verme vivo todavía, mi valiente?
-Podéis creerlo, Tigre de Malasia -dijo el pirata con lágrimas en los ojos-. Creí que no
volvería a veros jamás, pues estaba seguro de que los ingleses os habían matado.
-¡Matado! Los ingleses no tienen hierro suficiente para llegar al corazón del Tigre de Malasia
-respondió Sandokán-. Me habían herido gravemente, es cierto, pero como ves estoy sano y
salvo y dispuesto a recomenzar la lucha.
-¿Y todos los otros?
-Duermen en los abismos del mar -respondió
Sandokán, con un suspiro-. Todos los valientes que arrastré al abordaje del maldito buque
cayeron bajo los golpes de los leopardos.
-Pero los vengaremos, ¿no es así capitán?
-Sí, y muy pronto. Pero ¿a qué afortunada circunstancia debo el volver a encontrarte vivo
todavía? Recuerdo haberte visto caer moribundo a bordo de tu prao, durante el primer
combate.
-Es cierto, capitán. Una descarga de metralla me alcanzó en la cabeza, pero no me mató.
Cuando volví en mí, el pobre prao, que habíais abandonado a las olas, acribillado por las balas
del crucero, estaba a punto de hundirse en los abismos. Me agarré a un pecio y avancé hacia la
costa. Anduve errante varias horas por el mar, y luego me desmayé. Me desperté en la cabaña
de un indígena. Aquel buen hombre me había recogido a quince millas de la playa, me había
embarcado en su canoa30 y transportado a tierra. Me curó con afe