suspendida del techo.
En un rincón hay un diván turco con los flecos arrancados en varios lugares; en otro,
un armónium4 de ébano con las teclas destrozadas y, espaciados alrededor, en una confusión
indescriptible, hay alfombras enrolladas, espléndidos vestidos, cuadros quizá debidos a
célebres pinceles, lámparas derribadas, botellas de pie o volcadas, vasos enteros o rotos, y
además carabinas indias con arabescos, trabucos españoles, sables, cimitarras, hachetas,
puñales y pistolas.
En esa habitación tan extrañamente decorada, un hombre está sentado en un butacón
cojo: es alto, esbelto, de fuerte musculatura, con rasgos enérgicos varoniles, fieros, y de una
extraña belleza.
Largos cabellos le caen hasta los hombros: una barba negrísima le enmarca un rostro
ligeramente bronceado.
Tiene la frente amplia, sombreada por dos espesas cejas de arcos atrevidos; una boca
pequeña que muestra unos dientes afilados como los de las fieras y relucientes como perlas;
dos ojos negrísimos, que despiden un fulgor que fascina, que abrasa, que hace bajar la vista a
cualquiera.
Llevaba sentado unos cuantos minutos, con los ojos fijos en la lámpara y las manos
cerradas nerviosamente alrededor de la preciosa cimitarra que le colgaba de una larga faja de
seda roja, sujeta alrededor de una casaca de terciopelo azul con flecos de oro.
Un estruendo formidable, que sacudió la gran cabaña hasta sus cimientos, lo arrancó
bruscamente de aquella inmovilidad. Se echó hacia atrás los largos y ensortijados cabellos, se
aseguró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, grueso como una
nuez, y se levantó de repente, echando a su alrededor una mirada en la que se podía leer un no
sé qué de tétrico y amenazador.
-Es medianoche -murmuró-. ¡Medianoche, y todavía no ha vuelto!