––Así es. Le conocí aquella noche y al día siguiente nos visitó para preguntar si
habíamos regresado a casa sin contratiempos, y después le vimos... es decir, señor
Holmes, le vi yo dos veces, que salimos de paseo, pero luego volvió mi padre y el señor
Hosmer Angel ya no vino más por casa.
––¿No?
––Bueno, ya sabe, a mi padre no le gustan nada esas cosas. Si de él dependiera, no
recibiría ninguna visita, y siempre dice que una mujer debe sentirse feliz en su propio
círculo familiar. Pero por otra parte, como le decía yo a mi madre, para eso se necesita
tener un círculo propio, y yo todavía no tenía el mío.
––¿Y qué fue del señor Hosmer Angel? ¿No hizo ningún intento de verla?
––Bueno, mi padre tenía que volver a Francia una semana después y Hosmer escribió
diciendo que sería mejor y más seguro que no nos viéramos hasta que se hubiera
marchado. Mientras tanto, podíamos escribirnos, y de hecho me escribía todos los días.
Yo recogía las cartas por la mañana, y así mi padre no se enteraba.
––¿Para entonces ya se había comprometido usted con ese caballero?
––Oh, sí, señor Holmes. Nos prometimos después del primer paseo que dimos juntos.
Hosmer.. el señor Angel... era cajero en una oficina de Leadenhall Street... y...
––¿Qué oficina?
––Eso es lo peor, señor Holmes, que no lo sé.
––¿Y dónde vivía?
––Dormía en el mismo local de las oficinas.
––¿Y no conoce la dirección?
––No... sólo que estaban en Leadenhall Street.
––Entonces, ¿adónde le dirigía las cartas?
––A la oficina de correos de Leadenhall Street, donde él las recogía. Decía que si las
mandaba a la oficina, todos los demás empleados le gastarían bromas por cartearse con
una dama, así que me ofrecí a escribirlas a máquina, como hacía él con las suyas, pero se
negó, diciendo que si yo las escribía se notaba que venían de mí, pero si estaban escritas a
máquina siempre sentía que la máquina se interponía entre nosotros. Esto le demostrará
lo mucho que me quería, señor Holmes, y cómo se fijaba en los pequeños detalles.
––Resulta de lo más sugerente ––dijo Holmes––. Siempre he sostenido el axioma de
que los pequeños detalles son, con mucho, lo más importante. ¿Podría recordar algún otro
pequeño detalle acerca del señor Hosmer Angel?
––Era un hombre muy tímido, señor Holmes. Prefería salir a pasear conmigo de noche
y no a la luz del día, porque decía que no le gustaba llamar la atención. Era muy retraído
y caballeroso. Hasta su voz era suave. De joven, según me dijo, había sufrido anginas e
inflamación de las amígdalas, y eso le había dejado la garganta débil y una forma de
hablar vacilante y como susurrante. Siempre iba bien vestido, muy pulcro y discreto, pero
padecía de la vista, lo mismo que yo, y usaba gafas oscuras para protegerse de la luz
fuerte.
––Bien, ¿y qué sucedió cuando su padrastro, el señor Windibank, volvió a marcharse a
Francia?
––El señor Hosmer Angel vino otra vez a casa y propuso que nos casáramos antes de
que regresara mi padre. Se mostró muy ansioso y me hizo jurar, con las manos sobre los
Evangelios, que, ocurriera lo que ocurriera, siempre le sería fiel. Mi madre dijo que tenía
derecho a pedirme aquel juramento, y que aquello era una muestra de su pasión. Desde
un principio, mi madre estuvo de su parte e incluso parecía apreciarle más que yo misma.
Cuando se pusieron a hablar de casarnos aquella misma semana, yo pregunté qué opinaría
mi padre, pero ellos me dijeron que no me preocupara por mi padre, que ya se lo diríamos
luego, y mamá dijo que ella lo arreglaría todo. Aquello no me gustó mucho, señor
Holmes. Resultaba algo raro tener que pedir su autorización, no siendo más que unos
pocos años mayor que yo, pero no quería hacer nada a escondidas, así que escribí a mi
padre a Burdeos, donde su empresa tenía sus oficinas en Francia, pero la carta me fue
devuelta la mañana misma de la boda.