deprimente y ominoso en aquellas súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo de la
bóveda.
––Sólo tienen una vía de retirada ––susurró Holmes––, que consiste en volver a la casa
y salir a Saxe––Coburg Square. Espero que habrá hecho lo que le pedí, Jones.
––Tengo un inspector y dos agentes esperando delante de la puerta.
––Entonces, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora, a callar y esperar.
¡Qué larga me pareció la espera! Comparando notas más tarde, resultó que sólo había
durado una hora y cuarto, pero a mí me parecía que ya tenía que haber transcurrido casi
toda la noche y que por encima de nosotros debía estar amaneciendo ya. Tenía los
miembros doloridos y agarrotados, porque no me atrevía a cambiar de postura, pero mis
nervios habían alcanzado el límite máximo de tensión, y mi oído se había vuelto tan
agudo que no sólo podía oír la suave respiración de mis compañeros, sino que distinguía
el tono grave y pesado de las inspiraciones del corpulento Jones, de las notas suspirantes
del director de banco. Desde mi posición podía mirar por encima del cajón el piso de la
bóveda. De pronto, mis ojos captaron un destello de luz.
Al principio no fue más que una chispita brillando sobre el pavimento de piedra. Luego
se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla; y entonces, sin previo aviso ni
sonido, pareció abrirse una grieta y apareció una mano, una mano blanca, casi de mujer,
que tanteó a su alrededor en el centro de la pequeña zona de luz. Durante un minuto, o
quizá más, la mano de dedos inquietos siguió sobresaliendo del suelo. Luego se retiró tan
de golpe como había aparecido, y todo volvió a oscuras, excepto por el débil resplandor
que indicaba una rendija entre las piedras.
Sin embargo, la desaparición fue momentánea. Con un fuerte chasquido, una de las
grandes losas blancas giró sobre uno de sus lados y dejó un hueco cuadrado del que salía
proyectada la luz de una linterna. Por la abertura asomó un rostro juvenil y atractivo, que
miró atentamente a su alrededor y luego, con una mano a cada lado del hueco, se fue
izando, primero hasta los hombros y luego hasta la cintura, hasta apoyar una rodilla en el
borde. Un instante después estaba de pie junto al agujero, ayudando a subir a un
compañero, pequeño y ágil como él, con cara pálida y una mata de pelo de color rojo
intenso.
––No hay moros en la costa ––susurró––. ¿Tienes el formón y los sacos? ¡Rayos y
truenos! ¡Salta, Archie, salta, que me cuelguen sólo a mí!
Sherlock Holmes había saltado sobre el intruso, agarrándolo por el cuello de la
chaqueta. El otro se zambulló de cabeza en el agujero y pude oír el sonido de la tela
rasgada al agarrarlo Jones por los faldones. Brilló a la luz el cañón de un revólver, pero el
látigo de Holmes se abatió sobre la muñeca del hombre, y el revólver rebotó con ruido
metálico sobre el suelo de piedra.
––Es inútil, John Clay ––dijo Holmes suavemente––. No tiene usted ninguna
posibilidad.
––Ya veo ––respondió el otro con absoluta sangre fría––. Confío en que mi colega esté
a salvo, aunque veo que se han quedado ustedes con los faldones de su chaqueta.
––Hay tres hombres esperándolo en la puerta ––dijo Holmes.
––¡Ah, vaya! Parece que no se le escapa ningún detalle. Tengo que felicitarle.
––Y yo a usted ––respondió Holmes––. Esa idea de los pelirrojos ha sido de lo más
original y astuto.
––Pronto volverá usted a ver a su amigo ––dijo Jones––. Es más rápido que yo saltando
por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.
––Le ruego que no me toque con sus sucias manos ––dijo el prisionero mientras las
esposas se cerraban en torno a sus muñecas––. Quizá ignore usted que por mis venas
corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la bondad de decir siempre «señor» y
«por favor».
––Per fectamente ––dijo Jones, mirándolo fijamente y con una risita contenida––.
¿Tendría el señor la bondad de subir por la escalera para que podamos tomar un coche en
el que llevar a vuestra alteza a la comisaría?