––Aquí se ha cometido alguna infamia ––dijo Holmes––. Nuestro amigo adivinó las
intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.
––Pero ¿cómo?
––Por la claraboya. Ahora veremos cómo se las arregló ––se izó hasta el tejado––. ¡Ah,
sí! ––exclamó––. Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así
es como lo hizo.
––Pero eso es imposible ––dijo la señorita Hunter––. La escalera no estaba ahí cuando
se marcharon los Rucastle.
––Él volvió y se la llevó. Ya le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me
sorprendería mucho que esos pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson,
que más vale que tenga preparada su pistola.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la
puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la
mano. Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero
Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo frente.
––¿Dónde está su hija, canalla? ––dijo.
El gordo miró en torno suyo y después hacia la claraboya abierta.
––¡Soy yo quien hace las preguntas! ––chilló––. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero
os he cogido! ¡Os tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! ––dio media vuelta y corrió
escaleras abajo, tan deprisa como pudo.
––¡Ha ido a por el perro! ––gritó la señorita Hunter.
––Tengo mi revólver ––dije yo.
––Más vale que cerremos la puerta principal ––gritó Holmes, y todos bajamos
corriendo las escaleras.
Apenas habíamos llegado al vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a
continuación un grito de agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto
escuchar. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas,
llegó tambaleándose por una puerta lateral.
––¡Dios mío! ––exclamó––. ¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer!
¡Deprisa, deprisa, o será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller
siguiéndonos los pasos. Allí estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido
en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le
volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dientes aún clavados en la papada
del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle, vivo, pero
horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del cuarto de estar. Tras
enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que informara a su esposa de lo
sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor. Nos encontrábamos todos reunidos en
torno al herido cuando se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer alta y
demacrada.
––¡Señora Toller! ––exclamó la señorita Hunter.
––Sí, señorita. El señor Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a
por ustedes. ¡Ah, señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque
yo podía haberle dicho que se molestaba en vano.
––¿Ah, sí? ––dijo Holmes, mirándola intensamente––. Está claro que la señora Toller
sabe más del asunto que ninguno de nosotros.
––Sí, señor. Sé bastante y estoy dispuesta a contar lo que sé.
––Entonces, haga el favor de sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los
que debo confesar que aún estoy a oscuras.
––Pronto se lo aclararé todo ––dijo ella––. Y lo habría hecho antes si hubiera podido
salir de la bodega. Si esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que
yo fui la única que les ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la pobre señorita Alice, desde que su