»––¿Y qué salario pide usted?
»––En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al
mes.
»––¡Puf? ¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! ––exclamó, elevando en el aire sus
rollizas manos, como arrebatado por la indignación––. ¿Cómo se le puede ofrecer una
suma tan lamentable a una dama con semejantes atractivos y cualidades?
»––Es posible, señor, que mis cualidades sean menos de lo que usted imagina ––dije
yo––. Un poco de francés, un poco de alemán, música y dibujo...
»––¡Puf, puf? ––exclamó––. Eso está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted
posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee,
entonces no está capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un
importante papel en la historia de la nación. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero
pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si trabaja usted para
mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella
oferta me pareció casi demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo
tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
»––Es también mi costumbre ––dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus
ojos quedaron reducidos a dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara
––pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer
frente a los pequeños gastos del viaje y el vestuario.
»Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado.
Como ya tenía algunas deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien;
sin embargo, toda la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo
más antes de comprometerme.
»––¿Puedo preguntar dónde vive usted, señor? ––dije.
»––En Hampshire. Un lugar encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco
millas más allá de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de
campo es sencillamente maravillosa.
»––¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué consistirían.
»––Un niño. Un pillastre delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando
cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos!
––se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos se le hundieron en
la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del
padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
»––Entonces, mi única tarea ––dije–– sería ocuparme de este niño.
»––No, no, no la única, querida señorita, no la única ––respondió––. Su tarea consistirá,
como sin duda ya habrá imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa
le pueda dar, siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con
dignidad. No verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad?
»––Estaré encantada de poder ser útil.
»––Perfectamente. Por ejemplo, en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos,
¿sabe usted? Maniáticos pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que
nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad?
»––No ––dije yo, bastante sorprendida por sus palabras. »––O que se sentara en un
sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»––Oh, no.
»––O que se cortara el cabello muy corto antes de presentarse en nuestra casa...
»Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es
algo exuberante y de un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como
artístico. Ni en sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
»––Me temo que eso es del todo imposible ––dije. Él me estaba observando
atentamente con sus ojillos, y pude advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por