feliz viviendo bajo tu techo, y considero que debo dejarte para siempre. No te preocupes
por mi futuro, que eso ya está arreglado. Y, sobre todo, no me busques, pues sería tarea
inútil y no me favorecería en nada. En la vida o en la muerte, te quiere siempre MARY».
¿Qué quiere decir esta nota, señor Holmes? ¿Cree usted que se propone suicidarse?
––No, no, nada de eso. Quizá sea ésta la mejor solución. Me parece, señor Holder, que
sus dificultades están a punto de terminar.
––¿Cómo puede decir eso? ¡Señor Holmes! ¡Usted ha averiguado algo, usted sabe algo!
¿Dónde están las piedras?
––¿Le parecería excesivo pagar mil libras por cada una?
––Pagaría diez mil.
––No será necesario. Con tres mil bastará. Y supongo que habrá que añadir una
pequeña recompensa. ¿Ha traído usted su talonario? Aquí tiene una pluma. Lo mejor será
que extienda un cheque por cuatro mil libras.
Con expresión atónita, el banquero extendió el cheque solicitado. Holmes se acercó a su
escritorio, sacó un trozo triangular de oro con tres piedras preciosas, y lo arrojó sobre la
mesa.
Nuestro cliente se apoderó de él con un alarido de júbilo.
––¡Lo tiene! ––jadeó––. ¡Estoy salvado! ¡Estoy salvado!
La reacción de alegría era tan apasionada como lo había sido su desconsuelo anterior, y
apretaba contra el pecho las gemas recuperadas.
––Todavía debe usted algo, señor Holder ––dijo Sherlock Holmes en tono más bien
severo.
––¿Qué debo? ––cogió la pluma––. Diga la cantidad y la pagaré.
––No, su deuda no es conmigo. Le debe usted las más humildes disculpas a ese noble
muchacho, su hijo, que se ha comportado en todo este asunto de un modo que a mí me
enorgullecería en mi propio hijo, si es que alguna vez llego a tener uno.
––Entonces, ¿no fue Arthur quien las robó?
––Se lo dije ayer y se lo repito hoy: no fue él.
––¡Con qué seguridad lo dice! En tal caso, ¡vayamos ahora mismo a decirle que ya se
ha descubierto la verdad!
––Él ya lo sabe. Después de haberlo resuelto todo, tuve una entrevista con él y, al
comprobar que no estaba dispuesto a explicarme lo sucedido, se lo expliqué yo a él, ante
lo cual no tuvo más remedio que reconocer que yo tenía razón, y añadir los poquísimos
detalles que yo aún no veía muy claros. Sin embargo, cuando le vea a usted esta mañana
quizá rompa su silencio.
––¡Por amor del cielo, explíqueme todo este extraordinario misterio!
––Voy a hacerlo, explicándole además los pasos por los que llegué a la solución. Y
permítame empezar por lo que a mí me resulta más duro decirle y a usted le resultará más
duro escuchar: sir George Burnwell y su sobrina Mary se entendían, y se han fugado
juntos.
––¿Mi Mary? ¡Imposible!
––Por desgracia, es más que posible; es seguro. Ni usted ni su hijo conocían la
verdadera personalidad de este hombre cuando lo admitieron en su círculo familiar. Es
uno de los hombres más peligrosos de Inglaterra... un jugador arruinado, un canalla sin
ningún escrúpulo, un hombre sin corazón ni conciencia. Su sobrina no sabía nada sobre
esta clase de hombres. Cuando él le susurró al oído sus promesas de amor, como había
hecho con otras cien antes que con ella, ella se sintió halagada, pensando que había sido
la única en llegar a su corazón. El diablo sabe lo que le diría, pero acabó convirtiéndola
en su instrumento, y se veían casi todas las noches.
––¡No puedo creerlo, y me niego a creerlo! ––exclamó el banquero con el rostro
ceniciento.
––Entonces, le explicaré lo que sucedió en su casa aquella noche. Cuando pensó que
usted se había retirado a dormir, su sobrina bajó a hurtadillas y habló con su amante a
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